MEMORIAS DEL EXILIO: Aproximación a Gilberto Bosques, por José Luis Morro Casas
El 15 de marzo de 1.944, miércoles, un gran número de ciudadanos norteamericanos aguardaban, expectantes, en uno de los muelles del enorme puerto de la cosmopolita ciudad de Nueva York, el atraque del vapor sueco “Gripsholm” que, lentamente, iba abriéndose paso por las frías aguas de la bahía hasta quedar varado. Procedía de Lisboa, capital portuguesa, ciudad de la que había zarpado diez días antes con un pasaje de seiscientas sesenta y dos personas de diversas nacionalidades y procedencias.
El barco había sido contratado por el Departamento de Estado estadounidense a la compañía sueca MS GRIPSHOLM, como buque de intercambio y repatriación bajo el auspicio de la Cruz Roja Internacional, de 1.942 hasta 1.946. Además de japoneses también llevó alemanes a puertos de intercambio, recogiendo soldados norteamericanos y personal civil, que huían de las garras del nazismo. La tripulación sueca realizó doce viajes de ida y vuelta, transportando cerca de veintiocho mil repatriados. Los intercambios con alemanes fueron realizados en los puertos de Estocolmo, Barcelona y Lisboa.
Del total del pasaje una cuarentena eran soldados y oficiales norteamericanos heridos de la Segunda Guerra mundial. También venían a bordo trabajadores de la Cruz Roja Internacional, periodistas y ciudadanos norteamericanos; así mismo componían el pasaje varias delegaciones diplomáticas latinoamericanas, secuestradas en el hotel-prisión de Bad Godesberg, ciudad cercana a Bonn, antigua capital alemana. Las delegaciones diplomáticas hispanoamericanas habían sido trasladadas en tren hasta Biarritz, haciendo transbordo a tres ferrocarriles españoles, que portaban las ventanas selladas en color negro. El 21 de febrero cruzaron la frontera española camino de Portugal.
El trayecto fue dificultoso debido a las duras condiciones climatológicas en el norte de España con fuertes temporales de nieve. En la tarde del sábado 25 de febrero, arribaron al puerto lisboeta. Esa misma mañana el Gripsholm hacía su aparición por el estuario del Tajo procedente de Nueva York. Todos sus pasajeros eran prisioneros alemanes de campos de detención en suelo mexicano (Monterrey y Puebla), estadounidense, canadiense, centro y suramérica; en total 1.115 prisioneros, destacando los miembros del Consulado alemán de Argel y ciento dieciocho heridos graves.
El canje se realizó al unísono. Mientras que las delegaciones americanas ocupaban los espacios en las entrañas del barco, permaneciendo una semana, los alemanes fueron tomando posesión en los vagones de los trenes, partiendo esa misma noche, hacia la frontera. española con Francia y, desde allí, a tierra germana.
El 28 de febrero, un tren “especial” de internados cruzaba la frontera española. El 4 de marzo llegó a Lisboa, donde aguardaba, todavía, el barco sueco. Eran ciento sesenta internados en el campo nazi de Vittel, región de Lorena. Tan pronto como subieron, el vapor levó anclas. Entre ellos algunos de origen judío, procedentes de diversos campos y guetos en Polonia, que lograron salir de aquel infierno gracias a documentaciones falsas, satisfechas a nombre de países hispanoamericanos. Así mismo la secretaria de la embajada norteamericana en Vichy, Dorothea Clark, internada quince meses en Alemania, se encontraba entre los pasajeros del tren junto a otros prisioneros norteamericanos procedentes del campo de Bergen-Belsen.
De entre las delegaciones centro y suramericanas se encontraba la mexicana que, con cuarenta y tres miembros, era la más numerosa. Al frente se hallaba el embajador y, sobre todo, Maestro, Enrique Gilberto Bosques Saldívar y su familia.
Gilberto Bosques, su esposa María Luisa Cruz Manjarrés Romano y tres hijos: Laura María, María Teresa y Gilberto Froylán, llegaron a París en la noche del 31 de diciembre de 1.938. Al día siguiente tomó posesión como Cónsul General de México en Francia. Pensaron que sólo sería por un año ¡permanecieron más de cinco, la mayor parte socorriendo y auxiliando a los depauperados de la Guerra Incivil española, primero, después, a perseguidos europeos por la barbarie nazi!
Confieso que el nombre de Gilberto Bosques se hallaba ausente en el desván de mi memoria a comienzos de la década de los noventa, cuando estudiaba el itinerario, por los caminos del exilio, del escritor Max Aub. Estudiando el libro del mismo nombre que el escritor español, del periodista valenciano Rafael Prats Rivelles, di con la palabra “agradecimiento” hacia con el Maestro chiauteco, por librarle de cárceles y campos de concentración en suelo francés y argelino, hasta lograr alcanzar la definitiva y ansiada libertad en suelo mexicano.
Más de cincuenta años habían transcurridos desde aquellos hechos. Me asaltaron las temidas dudas y vacilaciones: ¿Quien fue Gilberto Bosques? ¿Permanecerá entre nosotros? Y, si fuera así ¿no estará muy, pero que muy jubilado?
Interrogantes y preguntas discurrían como un mar de dudas por los caminos de la imaginación, pero sin lograr alcanzar el abrigo del ansiado puerto. Cartas y llamadas telefónicas a centros públicos o privados de distintos países, no dieron el fruto deseado. Lo que sí florecieron fueron desesperanzas e incertidumbres.
¡Pero los hados fueron benignos aquel 14 de marzo de 1.994!
Una carta aguardaba en el buzón postal. Provenía de la Embajada de España en México, remitida por el Ministro encargado de Asuntos Culturales D. Paulino González.
La misiva aportaba dirección postal y teléfono del Embajador: “Que aún permanece entre nosotros. Su hija, Laura, tendrá mucho gusto en ayudarle en su investigación”.
¿Cómo describir la inmensa alegría y satisfacción desbordante en aquel mágico y gratificante instante? Humildemente no puedo. Ni quiero intentarlo. ¡Pero siempre lo llevaré en lo más profundo de mi memoria!
Cartas y llamadas telefónicas con su hija y el Maestro, fueron amasando una estrecha relación amistosa, familiar y de colaboración a mi investigación, que alcanzó su cenit el 4 de enero de 1.995, cuando me hallé frente al número 20 del Camino Real de Tetelpan de la capital mexicana.
En el salón de la bella estancia le vi por primera vez. Allí estaba ¡de pie! como si estuviera esperando muchos y largos años, a que un ciudadano español, de otra generación, llegase a él. ¡Y lo hacía de pie y con 102 años: el Embajador Don Enrique Gilberto Bosques Saldívar!
Fue, pienso, su homenaje personal, uno más, hacia aquellos republicanos españoles a los que tanto quiso y pudo ayudar en la desgracia en tierra de otro país. Estaba delante del paño de lágrimas de españoles y antifascistas europeos, como felizmente describiera Manuel Azcárate. Sin duda fue uno de los principales artífices de liberar a miles de ciudadanos europeos y de otros continentes de las terribles garras del fascismo.
Durante horas “platicamos” de los años trágicos en la Francia de la Segunda Guerra mundial. De su amistad con el último Presidente de la República Don Manuel Azaña y Don Marcelino Domingo, quien falleció cuando se dirigía a su encuentro. De España y su Incivil guerra. De los republicanos españoles, recluidos en aquellos campos de miseria y podredumbre en suelo francés y norteafricano. De su paso por Portugal, la otra dictadura ibérica, y del pacto de Caballeros, que alcanzó con el presidente Salazar, continuando su ayuda hacia con huidos españoles de la dictadura de Franco. De Cuba y su Revolución, salvando la vida de Fidel y Raúl Castro, refugiados en su embajada y librarles hacia México, así como de su amistad con Ernesto “Che” Guevara. De la Revolución mexicana y de su amigo el Presidente Cárdenas…
¡Cuántos y cuántos temas, tras dos entrevistas y más de cinco horas de grabación, desarrollada con extraordinaria lucidez de palabra y pensamiento; sencillamente magistral! Siempre le estaré agradecido al Maestro, como siempre quiso que se le recordara, Don Gilberto Bosques.
Escribir de Gilberto Bosques es hacer de la historia moderna de México y, a la vez, de la historia, trágica, de los exilios español y europeo de 1.939. Aunque tanto en su país y, desgraciadamente, en el nuestro es muy poco conocido. Debo añadir que fue el mismo Profesor quien contribuyó, más que deliberadamente, a velar las huellas en su acción histórica. En ese afán de esquivez por los signos de pervivencia en la historia, a la que tanto ansía el género humano, tuve el privilegio de observar en él una de las más admirables conductas del ser humano. Presencié a un demófilo incorregible, un amante del pueblo, comprometido con sus causas sociales desde temprana edad, con una entrega impersonal y desinteresada en la ayuda y protección hacia con sus semejantes, especialmente hacia con los humildes y desprotegidos, sin ulteriores finalidades publicitarias y sin rastro alguno de vanidad que jamás afloraron en un revolucionario de los que permanezcan solos hoy, mañana y siempre.
En el fondo queda claro que las personas, sean o no intelectuales, deben ser medidas no sólo por sus capacidades o posiciones, a las que a menudo les arrojan las circunstancias, sino por su fortaleza moral y, en muchas ocasiones, la posición más digna es el silencio y la renuncia al protagonismo. Ni siquiera las cenizas de sus restos quedan en lugar prominente ¡Quiso que fuera el PUEBLO, añorado y jamás olvidado Chiautla de Tapia “si el pueblo me acepta” sin aspavientos y con modestia, quien decidiera el espacio adonde quedar depositadas!
Una pequeña urna de mármol blanco, depositarias de las cenizas del Maestro, alojada quedó en las entrañas de una humilde columna, expresamente levantada en una plaza de cierto arraigo español, en la villa que le vio nacer hacía más de un siglo. Fuel el 20 de julio de 1.995 ¡el mismo día que, ciento tres años atrás, despertó a la vida!
El nombre de Gilberto Bosques quedó ligado, para siempre, a la diáspora del exilio español de 1.939, por la extraordinaria labor en defensa de aquellos que lo perdieron todo, buscando en Francia la paz y hospitalidad que, en España, les había sido arrebatada por la fuerza de las armas. Nadie de los miles de vencidos de la incivil guerra, podía imaginar el final de aquella travesía que entonces emprendían. Fue un espectáculo dantesco y desolador que constituyó una de las etapas más dramáticas y conmovedoras de nuestra historia contemporánea, que aconteció en todos los caminos que se adentraban en los Pirineos en busca de los escasos pasos fronterizos del pirineo catalán camino del exilio.
En esos dramáticos e intensos momentos, miles y miles de hombres, ancianos taciturnos, mujeres desoladas, niños abatidos por la fatiga del camino y soldados del vencido ejército republicano, anhelan encontrar en Francia la paz, hospitalidad y solidaridad que, en España, les habían sido arrebatadas por la fuerza de las armas.
De España salía todo un pueblo, arrastrando con ellos a la gran mayoría de intelectuales, artistas, científicos, gremios sociales, gentes del pueblo y de la cultura revelando la densidad cultural de un país. Y la España de 1,936, era la más alta de toda su historia, porque el periodo 1.886-1.936 es, sin duda, la Segunda Edad de Oro de la cultura española. (Juan Marichal)
La respuesta a toda esa trashumancia de refugiados por la xenofobia francesa no se hizo esperar. Dando comienzo, en prensa y ligas ultraderechistas, a alegatos y artículos políticos expresando un odio enfermizo y visceral hacia los extranjeros españoles. Las autoridades galas condujeron, sin ningún atisbo de afabilidad ni compasión alguna, a los refugiados a campos de concentración improvisados en el departamento de Pirineos Orientales. Cerca de medio millón de personas aguardaron a la intemperie, que algo o alguien decidiera su suerte.
Con las repatriaciones y reemigraciones, a finales de 1939, pueden estimarse en unos doscientos mil refugiados españoles presentes en suelo francés. Fueron muchos meses condenados a vivir entre la arena del mar, el barro, el hielo, cercados de alambradas y fusiles. Anhelaban salir de allí, contactar con gente del pueblo, pesándoles todo, hasta el aliento, el tiempo, el campo, la espera……
Los primeros que lograron salir de aquellos antros, fueron los que poseían familiares en Francia o fueron contratados para trabajar en tareas agrícolas, especialmente. Otros países europeos acogieron a unos cuántos miles, aunque bajo muy especiales características. Solamente quedaba la esperanza de la América hispana: Chile, Colombia, Argentina, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico… pero es digno destacar el nombre de México, país que se convirtió en sueño para miles de ellos. Claramente puede decirse que: “México era la esperanza y la esperanza tuvo el nombre de México. En los caminos de los perseguidos, en las aldeas de confinamiento y residencia obligada, en calles y avenidas de pueblos y ciudades, en los andenes y muelles, en todas partes se pronunciaba el nombre de México. Nunca había tenido México esa resonancia de tónica humana, en tantos corazones heridos por la derrota, en tantas angustias largas, en tantos abandonos ateridos, en los cautiverios con cercos de alambradas y de sombras, en las incertidumbres y ansiedades y en la creciente sed plural de horizontes para la esperanza y la salvación...Lázaro Cárdenas tuvo para el mundo la magnitud de México y de la Revolución mexicana, evidenciándola en los días que flecharon la ondulación mundial, de los principios morales y jurídicos del Derecho Internacional ante las agresiones de los imperialismos totalitarios: Manchuria, Etiopía, Austria, Checoslovaquia y, por su hondura humana y ejemplar, España. (Gilberto Bosques)
Cuando ya parecían decididas la derrota y el final de la República, tras la debacle republicana en la batalla del Ebro, y en Europa eran palpables los indicios de una nueva guerra, Lázaro Cárdenas nombra a Gilberto Bosques Cónsul General en Francia ¡Nunca pensó ni sospechó, la inmensa tarea que iba a desempeñar en defender a tantos miles de antifascistas europeos!
La primera propuesta que hizo Bosques a su presidente fue la de dar un ejemplo al mundo, a pesar de no contar con capacidad naviera suficiente, carecer de fondos y no poder solucionar en solitario aquel gran problema de los refugiados. Su pensamiento estaba en ofrecer asilo en su país a todos aquellos refugiados provenientes de la guerra de España que lo desearan, incluyendo a brigadistas internacionales. Cárdenas aprobó que Bosques firmara visas a muchos ciudadanos que no estuvieron en España, pero que se encontraban en Francia como refugiados y cuyas vidas comenzaron a correr grave riesgo tras el colapso militar del país anfitrión, en junio de 1.940. Nadie de los veinte mil españoles que llegaron a suelo mexicano, pudo olvidar el nombre de los barcos que lograron llevarles a una tierra de libertad y dignificación social y humana, como fue la del periodo de Cárdenas.
A primeros de julio de 1.940, desde Bayona y con Francia partida en dos, Bosques traslada el consulado a Marsella, ciudad que quedó convertida “en un desagüe donde desembocaba todo aquel río de gentes provenientes del norte del país, huyendo de la guerra y de los nazis. A ellos se unieron todos aquellos provenientes de campos de concentración, soldados dispersados, mercenarios de todas las banderas; el mar de Marsella era la única esperanza de aquellas gentes atrapadas sin posibilidad de continuidad, ese mar que ofrecía la dicha de vivir en otros continentes”. (Anna Seghers)
En su principal avenida, La Cannebière, podían escucharse decenas de idiomas, pero son palabras sueltas al viento las que calan en lo profundo de los refugiados: visados de salida, barcos, tránsito, permisos, papeles…, palabras que, ahora, son posibles hacerlas realidad. Llevan dirección del Viejo Puerto, a un vetusto edificio del boulevard de la Madeleine ¡es el nuevo Consulado Mexicano bajo la dirección de Gilberto Bosques!!
Las autoridades mexicanas se dieron de lleno en la tarea de otorgar protección, ayuda y asilo a los refugiados. Gilberto Bosques, a diferencia de otros representantes extranjeros, tomó para sí la misión de no dificultar al fugitivo, acosado, extenuado y medio muerto de hambre, ofrecer la visa concedida, ni denegarla por un trivial error técnico; Bosques fue el mejor dispuesto y abnegado favorecedor de los refugiados que habrían de marchar a México o a otros países. Su ayuda y sus esfuerzos personales, la plena intervención de su persona y del prestigio político de su país fueron, en cientos de casos, lo único que permitió salvar la vida de los refugiados en situaciones muy difíciles. Por eso se merece un lugar de honor en la historia del siglo XX porque hizo mucho más de sus tareas consulares: “Ayudamos a seis mil personas en Francia a llegar a México; otros cuatro mil recibieron visas mexicanas pero se quedaron en Estados Unidos o en otras partes; otros sólo deseaban nuestra ayuda o para salir de los campos. Para esto debía buscar vías que, sólo al borde o fuera de la legalidad de Vichy, pudiera tener éxito”. (Gilberto Bosques)
De día o de noche y a la hora que fuera, incluso desde su propio domicilio, allí estaba él para socorrer al necesitado. Por eso Bosques se merece un lugar de honor en la historia grande de los Derechos Humanos, porque en él se observa a un hombre dispuesto a ayudar, a escuchar todas las angustias, todos los infortunios y poner los medios para solucionarlos. Su peculiar cortesía y amabilidad, su interés, afecto, desvelos hacia, en este caso, con los españoles, hacía que sintiesen por él esa admiración que sólo se nota hacia alguien amado. Bosques vivió más cerca, más tiempo, penetró más hondo que ningún otro en la tragedia permanente de los refugiados.
Pero todo ese anhelo por defender a los demás produjo su propio cautiverio cuando desempeñaba la labor de Embajador en Vichy. Fuerzas alemanas asaltaron la embajada el 12 de noviembre de 1.942. Él, su familia y todo el cuerpo diplomático, tras pasar por Amelie les Bains y Mont D´Or, fueron llevados al hotel-prisión de Bad-Godesberg, permaneciendo hasta el mes de febrero de 1.944, cuando fueron canjeados por espías y soldados alemanes presos en México.
Tras más de cinco años en suelo europeo, arribó a su amada tierra el 31 de marzo de 1.944. Muchos que le estaban esperando, en la estación ferrocarrilera de Buenavista de la capital mexicana, eran los mismos que, años atrás, fueron liberados por los esfuerzos del consulado mexicano en suelo francés.
Gilberto Bosques falleció a las cinco de la madrugada del 4 de julio de 1.995. Una caída en la casa fue el detonante del fin. Postrado en una cama hospitalaria, Bosques todavía tenía reservada una sorpresa. Cuando el doctor realizaba una visita rutinaria al paciente, Bosques dijo: “Doctor decidí mi vida, también decido mi muerte”. Acto seguido apartó la mascarilla que le tenía atado a la vida y expiró.
Gilberto Bosques tenía casi 103 años de edad, pero fueron pocos para un humanista, machadianamente BUENO, que para los que hemos tenido la fortuna y el consuelo de su palabra, nos damos cuenta de su gran mérito. De ese mérito silencioso que se conserva a la sombra del espíritu, que emerge cuando el alma quiere recrearse en un paisaje de excelente moral y en el recuerdo de la ejemplaridad.
Bulevar
en Viena, Austria, como homenaje al diplomático y maestro Gilberto Bosques |
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