MEZCLANDO COLORES: La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí, por Fe.Li.Pe.
“El tiempo es una de las pocas cosas
Importantes que nos quedan.”
Dalí
La persistencia de la memoria,
también llamado Los relojes blandos,
es un cuadro pintado al óleo sobre un lienzo de 24 x 22 centímetros, pintado
por el pintor, escultor, grabador, escenógrafo y escritor Salvador Dalí, nacido
en 1904 en la localidad Girondense, capital del Alto Ampurdán, Figueres, y uno
de los máximos representantes del movimiento surrealista.
Esta
pintura, posiblemente compuesta en 1931 en Portlligat, cuando el autor contaba
entre veintisiete años, fue expuesta por primera vez en la Galerie Pierre Colle
de París, dentro de la primera exposición individual de Dalí, del 3 al 15 de
junio de 1931, viajando al año siguiente a nueva York para ser mostrada en la
Julien Levy Gallery. En la actualidad puede verse en el Museo de Arte Moderno
(MoMA) de la ciudad neoyorkina, al cual pertenece desde 1934 gracias a una donación
de la que sería patrona de ese museo, Helen Lansdowne Resor, quien se dice que
pago por ella la módica cantidad de 400 dólares.
Sobre un paisaje sencillo compuesto por unas rocas algo irreales que simulan un acantilado, lo único duro y perdurable, iluminado por la luz crepuscular, con un mar en colores degradados y un cielo que va del azul celeste a otro pálido llegando a un amarillo apagado de fondo, aparece un bloque rectangular que bien podría ser una caja de cartón marrón que es utilizado de apoyo para una exposición extraña: tres relojes de bolsillo y un árbol seco. La distribución de estos cuatro objetos es la siguiente: a la izquierda, en primer plano, un reloj cerrado, compacto y rígido de tono anaranjado oscuro sobre el que caminan unas hormigas, seguidamente otro reloj blando, el cual va escurriéndose por el borde del bloque sobre el que aparece una enorme mosca, en ambos se hace referencia a la putrefacción de la materia con la aparición de las hormigas y la mosca; luego el árbol seco e incompleto, prácticamente un palo, del que parte una única rama sobre la que cuelga, en equilibrio, otro reloj blando por ambos lados. En el centro de la composición y la derecha del bloque aparece tirada en la playa marrón oscuro una cabeza blanca, blanda y desfigurada, con una enorme nariz, un ojo cerrado de grandes pestañas y la lengua negruzca fuera de la boca, el cuello se pierde en la oscuridad, y sobre esta cabeza, como una silla de montar sobre el lomo de un caballo, aparece otro reloj, blando como los anteriores, derritiéndose y deslizándose igualmente.
Sobre un paisaje sencillo compuesto por unas rocas algo irreales que simulan un acantilado, lo único duro y perdurable, iluminado por la luz crepuscular, con un mar en colores degradados y un cielo que va del azul celeste a otro pálido llegando a un amarillo apagado de fondo, aparece un bloque rectangular que bien podría ser una caja de cartón marrón que es utilizado de apoyo para una exposición extraña: tres relojes de bolsillo y un árbol seco. La distribución de estos cuatro objetos es la siguiente: a la izquierda, en primer plano, un reloj cerrado, compacto y rígido de tono anaranjado oscuro sobre el que caminan unas hormigas, seguidamente otro reloj blando, el cual va escurriéndose por el borde del bloque sobre el que aparece una enorme mosca, en ambos se hace referencia a la putrefacción de la materia con la aparición de las hormigas y la mosca; luego el árbol seco e incompleto, prácticamente un palo, del que parte una única rama sobre la que cuelga, en equilibrio, otro reloj blando por ambos lados. En el centro de la composición y la derecha del bloque aparece tirada en la playa marrón oscuro una cabeza blanca, blanda y desfigurada, con una enorme nariz, un ojo cerrado de grandes pestañas y la lengua negruzca fuera de la boca, el cuello se pierde en la oscuridad, y sobre esta cabeza, como una silla de montar sobre el lomo de un caballo, aparece otro reloj, blando como los anteriores, derritiéndose y deslizándose igualmente.
El
cuadro puede dividirse en juegos de contrastes de dos en dos partes bastante
bien delimitadas: al fondo la luz ilumina toda la escena, mientras que al
frente van ganando terreno las sombras y lo lúgubre; por otro lado, las líneas
horizontales de la playa, el mar, la rama… la diagonal del bloque y la vertical
del tronco, y en contra las ondulaciones de los relojes y la cara. Y la firma,
la autenticidad de la obra, que en este caso dice: “Olive Salvador Dalí 1931”, con “Olive”
se refiere a Gala porque era la forma en que Dalí le llamaba, por su rostro
ovalado y el color oliváceo de su piel.
Muchos
críticos han querido ver en esta obra, de relojes que se van reblandeciendo y
desfigurando a medida que el tiempo pasa, la interpretación personal de Dalí
sobre la teoría de la relatividad de Einstein que tanto perturbó al genial
pintor, aunque él afirmó que la inspiración le vino del queso Camembert y su
forma de fundirse con el calor del sol: “Podéis
estar seguros de que mis famosos relojes blancos no son otra cosa que el queso
camembert del espacio y el tiempo, que es tierno, extravagante, solitario y
paronico-crítico”. La pintura parece más bien la representación de un sueño
del propio pintor y la cara que aparece en el medio, y que reaparece en otros
cuadros como El enigma del deseo o El gran masturbador, sería la
representación de sí mismo, rechazando, de esta forma, la concepción del tiempo
como algo sólido o determinista: “El
tiempo no se puede concebir sino el espacio”, incidiendo de esta forma en
un punto obsesivo del ser humano de la actualidad: la relación espacio-tiempo.
De esta manera parece querer representar la victoria de lo onírico, del mundo
descontrolado de los sueños donde nada se ajusta a las reglas rutinarias y
lógicas, transcendiendo la razón y buscando las explicaciones míticas de
nuestra conciencia ancestral: en lo absurdo, en lo ilógico, se encuentra la
solución a la angustia existencialista del ser humano que se pregunta por su
destino. Dalí consideraba que en toda persona llega un momento de su vida en
que la memoria se acaba o, por lo menos, se deforma convirtiéndose ya no en un
recuerdo, sino en algo soñado, inventado… sin embargo, puesto que el tiempo es
algo inútil ya que es momentáneo, lo importante es la conservación de la
memoria que hace del tiempo perdurable.
EL
ENIGMA DEL DESEO, SALVADOR DALÍ
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El
imaginativo y extravagante artista catalán, Salvador Dalí, era un hombre
bastante narcisista y de trato inestable, cargado de obsesiones: el sexo, la
materia en descomposición o blanda, la relación entre tiempo y espacio, el
mundo de lo irreal… que reflejaba constantemente en sus obras del más puro
surrealismo, lo que, junto con su indiscutible maestría y originalidad, le han
dado al conjunto de su creación una enorme fama y aprecio entre los amantes del
arte. Enamorado desde su juventud de la que sería su eterna musa, Elena Diakonova
(Gala), con quien se casó y compartió locuras y excentricidades, llegó a crear
un icono de su imagen.
EL
GRAN MASTURBADOR, SALVADOR DALÍ
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Dalí
trabajaba desde el inconsciente e intentaba mostrar ese lado de la humanidad,
el delirio y el sinsentido del mundo, pero, en verdad, no hacía nada más que
pintar lo que veía tal y como lo percibía. En multitud de ocasiones juega con
el espectador poniendo a prueba su capacidad perceptiva, mediante diversos
engaños para la razón. Leamos una explicación de la creación de esta obra en
palabras del propio autor:
“Era una tarde que me sentía cansado
y tenía un poco de dolor de cabeza, cosa muy rara en mí. Teníamos que ir al
cine con unos amigos y en el último momento decidí quedarme. Gala iría con
ellos y yo me quedaría en casa para ir pronto a dormir.
Habíamos rematado nuestro almuerzo
con un camembert muy vigoroso y cuando hubo marchado todo el mundo permanecí un
buen rato sentado en la mesa meditando sobre los problemas filosóficos de lo
que era “superblando” en el queso que se prestaba en mi espíritu. Me incorporé
para ir a mi estudio, donde encendí la luz para dar una última ojeada, como
tengo por costumbre, a la obra que estaba pintando. Esta pintura representaba
un paisaje cercano a Portlligat donde las rocas estaban iluminadas por un
atardecer transparente y melancólico; en primer término, un olivo con las ramas
cortadas y sin hojas. Sabía que la atmósfera que había conseguido crear con
este paisaje había de servir de marco a alguna imagen sorprendente; pero no sabía
qué sería. Me disponía a apagar la luz cuando instantáneamente “vi” la
solución. Vi dos relojes blandos, uno de los cuales colgaba lastimosamente de
la rama del olivo. A pesar de que mi dolor de cabeza se había acentuado mucho,
preparé ávidamente la paleta y me puse manos a la obra. Cuando Gala volvió del
cine, dos horas más tarde, la pintura, que habría de ser una de las más
famosas, ya estaba a punto. Le hice sentar delante, con los ojos cerrados: “A
la una, a las dos, a las tres, abre los ojos”. Yo miraba fijamente el rostro de
Gala y vi en él la contracción inconfundible de la maravilla y la sorpresa. Eso
me convenció de la eficacia de mi nueva imagen, porque Gala no se equivoca
nunca en juzgar la autenticidad de un enigma. Le pregunté: ¿Crees que dentro de
tres años habrás olvidado esta imagen?” “Nadie podrá olvidarla después de
verla”.
El
Surrealismo es un movimiento artístico surgido en 1924 tras el Manifiesto de André Breton que, aunque
se aplicara en un principio al mundillo literario, llegó a afectar a todas las
ramas artísticas, incluso a la forma de vida de los más vanguardistas entre la
juventud burguesa del momento. Su finalidad era liberar la imaginación de las
ataduras sociales de la razón y bandera era la constante provocación. Mediante
la actividad creativa los artistas buscaban llegar hasta la realidad más íntima
del ser humano y para ello llegaron a emplear muchas y varias técnicas, algunas
procedentes del Dadaísmo, como el automatismo, la desorientación reflexiva, el
frotagge, el fotomontaje… Con el tiempo se dividió en dos corrientes, ambas
siempre repletas de simbolismo: la figurativa, utilizada por el propio Dalí,
consistente en usar técnicas casi fotográficas, es decir, fotografiar los
sueños, y la antiobjetiva, cuyo mayor representante fue Miró, que es mucho más
abstracta.
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