PESADILLAS: El Monje, de Matthew G. Lewis, por Ancrugon
Matthew Gregory Lewis,
nacido en Londres en 1775, fue enviado a los diecisiete años a ciudad alemana
de Weimar para estudiar la lengua alemana, justo cuando esta localidad era uno
de los centros neurálgicos del Romanticismo, y donde vivían personajes tan
encumbrados como Wieland, Schiller, Goethe o Herder, por lo que no le fue
difícil dejarse atrapar de esta atmósfera, sumergiéndose en la lectura de
aquellas obras de misterio y terror que le fascinaban, tal vez estimulado desde
la infancia por la antigua mansión donde había vivido, con habitaciones
cerradas en las que estaba prohibido entrar, estancias sobre las que se decía
que estaban habitadas por fantasmas, y por la repetida observación de los
grabados e ilustraciones sobrecogedoras a las que tan aficionada era su madre.
A los dieciocho años
regresó a Inglaterra, desde allí partió un año después hacia La Haya, en cuya
Embajada Británica le había conseguido su padre un cargo de agregado, aprovechando
durante el viaje para leer Los misterios
de Udolfo, de Ann Radcliffe, lo que le dio ánimos para continuar
escribiendo un relato en el que llevaba tiempo estancado, El monje, concluyéndolo diez semanas después y publicándolo, de
forma anónima, en marzo de 1796, pero dado el éxito obtenido, decidió poner su
nombre en las siguientes ediciones.
El
monje, uno de los grandes pilares de la novela gótica en
sus inicios, llama desde el primero momento la atención a los amantes del
género de terror, pues va mucho más allá de lo que alcanzaron sus predecesores,
ya que deja en total intriga a los lectores al concluir sin explicaciones
lógicas los sucesos que en él se suceden, al mismo tiempo que se atreve a
tomarse a la ligera las tradiciones de la sociedad, principalmente hispana, y
al enfrentarse a las creencias religiosas; en todo ello se ha querido ver una
clara influencia de la literatura alemana.
Lewis llega al Parlamento
con la edad de veintidós años y, entre su juventud exultante y el éxito de esta
novela tan terrible para la moral puritana, comienzan a lloverle innumerables
críticas. Aunque muchos de sus censores reconocen que en la forma y estilo es
un buen libro, lo rechazan por corrupto, pernicioso para la juventud, a causa
de su posible ateísmo, ya que las creencias religiosas, o supersticiones, como
en ciertos momentos las califica el propio Lewis, no salen muy bien paradas, o
por sus descripciones lascivas, o por tomar en cuenta su permisibilidad de la
mala conciencia de los personajes. Así pues, en su tiempo El monje fue considerado un libro blasfemo, sobre todo por ciertos
párrafos donde se considera que trata a la Biblia de forma bastante
irrespetuosa, e incluso es llevado a los juzgados pues la blasfemia era un
delito, aunque Lewis nunca fue castigado a causa de ello, porque fue realizando
diversos retoques en la novela para acallar las críticas, y en cambio, gracias
a ellas, consiguió una inestimable publicidad que le proporcionó muchas más
ventas entre los espíritus subversivos y revolucionarios de la juventud, y no
tan jóvenes, más intelectual de su época.
El relato en sí es
enérgico, aun reconociendo que tiene sus puntos flacos, sin embargo, llama la
atención lo bien dibujada que está la crédula sociedad española del momento,
aunque siempre proclive al desafuero y la rebelión, cuando Lewis jamás había
visitado España y solo la conocía por mediación de los escritos de Cervantes,
Lope, Calderón o el Romancero, pero, aun así, nos pinta una sociedad hipócrita
y decadente que no se alejaba mucho de la real; también es digna de mencionar
la transformación psicológica de Ambrosio, o la descripción viva de los
momentos más fantasmagóricos y, sobre todo y, sobre todo, es curioso pensar que
todo ello fuera el resultado del pensamiento de un muchacho de apenas veinte
años.
Pero Lewis no sólo nos
muestra la caída de un hombre virtuoso, sino que esa misma virtud la reviste de
los ropajes reales de soberbia, egocentrismo, egoísmo e hipocresía de aquellas
personas que se consideran los representantes de Dios en la tierra, siendo los
primeros que toman su nombre en vano, porque Ambrosio es un claro ejemplo del
fanático religioso que huye de las tentaciones y es, en realidad, mucho más
proclive a caer en ellas, descendiendo a esa condenación eterna contra la que
siempre está avisando a los demás.
La represión sólo es el
camino más corto hacia la caída y eso es lo que intenta demostrar Lewis,
procedente de una de la culturas más puritanas, después de la española, de la Europa
de aquel siglo, en esta novela repleta de acción, suspense, pasión, dolor y
terror, que puede resultar intemporal, pues sus ataques hacia lo decadente, lo
extremo, lo afectado y lo inquisitorial, podrían ser de viva actualidad entre
esos que se consideran defensores de la moral de los demás, pero permitiéndose
ellos mismos cualquier digresión en la norma. Y así mismo, gracias a sus
escenarios de pesadilla, se reivindica una expresión del subconsciente en un
mundo demasiado materialista.
Así pues, dentro de un
ambiente macabro, Lewis desarrolla diversos temas, a cuál más polémico, como el
incesto, la magia negra, el culto al diablo, el totalitarismo, la
intransigencia, la superstición, el sadismo, todo rodeado de un escenario
gótico repleto de sombras, catacumbas, mazmorras, apariciones y una religión
opresiva. Pero no debemos olvidar que todas estas críticas vienen de la mano de
un joven inglés, culto, ilustrado y anglicano, por lo que muchos de estos
defectos que aparecen dibujados en su novela, sobre la sociedad católica del
sur de Europa, sufrirían una deformación exagerada e interesada del autor, un
intento más de contraponer la libertad de la emoción y el sentimiento de lo
nórdico y pagano, a la rigidez y la pomposidad del cristianismo heredero del
poder del Imperio Romano, lo gótico rupturista frente a lo católico
tradicionalista, el instinto irracional frente a la virtud hipócrita…
El
monje es pues una novela que transgrede los elementos
imperantes de la razón, por un lado, y de la fe, por otro, mediante los
recursos básico del pensamiento gótico y todo por medio del deseo sexual
omnipotente, capaz de quebrantar las más fuertes convicciones.
Matthew Lewis vivió a
caballo entre Jamaica, donde su familia tenía amplias posesiones, y Europa,
muriendo en medio del Atlántico el 14 de mayo de 1818. Dos años antes de su
muerte participó en la famosa velada literaria en la Villa Diodati donde,
gracias a una apuesta, se gestaron las novelas Frankenstein, de Mary Shelley, y El Vampiro, de Polidori. Además de El monje, escribió otros libros como Cuentos de terror, Cuentos
maravillosos, y obras de teatro como El
espectro del castillo, El indio o Alfonso,
además de Diario de plantador de las
Antillas, publicado póstumamente.
Para concluir, como
introducción, veamos una pequeña historia que aparece dentro de la obra en
forma de poema que lee la desconsolada Antonia tras la muerte de su madre,
lleva por título, Alonso el Bravo y la
hermosa Imogina:
“Un
aguerrido soldado y una radiante doncella conversaban sentados en la hierba.
Con tierno gozo se miraban, Alonso el Bravo se llamaba el caballero; la
doncella la hermosa Imogina.
-
¡Ay! – dice el joven. – Mañana partiré a luchar en lejanas tierras; pronto
acabará vuestro llanto por mi ausencia, otro os cortejará, y vos concederéis al
más rico pretendiente vuestra mano.
-
¡Oh, dejad esos recelos – dijo la hermosa Imogina, - que ofenden al amor y a
mí! Pues ya estéis vivo o muerto, os juro por la Virgen que nadie en vuestro
lugar será esposo de Imogina. ¡Si alguna vez, movida por el placer o la
riqueza, olvidase a mi Alonso el Bravo, quiera Dios que para castigar mi
orgullo, vuestro espectro en mis nupcias se presente y me acuse de perjurio, me
reclame como esposa y me arrastre con él a su tumba.
A
Palestina marchó el héroe esforzado; su amor lloró la doncella amargamente;
pero apenas transcurridos doce meses, se vio a un barón cubierto de oro y joyas
llegar a la puerta de la hermosa Imogina. Su tesoro, sus regalos, su dilatado
dominio no tardaron en hacerle quebrantar sus votos; le deslumbró los ojos, le
ofuscó el cerebro; y conquistó su ligero y vano afecto, y la llevó a su casa
como esposa.
Bendecido
el matrimonio por la Iglesia, ahora empezaba el festín. Las mesas gemían con el
peso de los manjares, aún no había cesado la diversión y la risa, cuando la
campana del castillo dio la una. Entonces vio la hermosa Imogina con asombro a
un extraño junto a ella; su gesto era terrible, no hizo ruido, ni habló, ni se
movió, ni volvió en torno suyo, sino que miró gravemente a la esposa. Tenía la
visera bajada, y era gigantesco; y su armadura parecía negra; toda risa y
placer se acalló con su presencia, los perros retrocedieron al verle; ¡las
luces se volvieron azules! Su presencia pareció paralizar todos los pechos. Los
invitados enmudecieron de terror. Por último habló la esposa, temblando:
-
¡Señor caballero, quitaos ya vuestro yelmo y dignaos compartir nuestra alegría!
La
dama guarda silencio; el extraño obedece, y levanta lentamente su visera. ¡Oh,
Dios! ¡Qué visión presenció la hermosa Imogina!¡Cómo expresar su estupor y
desmayo al descubrir el cráneo de un esqueleto!
Todos
los presentes gritaron aterrados. Todos huyeron de allí despavoridos. Los
gusanos entraban y salían, y se agitaban en las cuencas y las sienes, mientras
esto decía el espectro a Imogina:
-
¡Mírame, perjura! ¡Mírame! – exclamó. - ¡Recuerda a Alonso el Bravo! Dios
permite castigar tu falsedad, mi espectro viene a ti en tu boda, te acusa de
perjurio, te reclama como esposa, ¡y va a llevarte a la sepultura!
Dicho
esto, rodeó a la dama con sus brazos, que profirió un grito al desmayarse, y se
hundió con su presa en el suelo abierto. Nunca volvieron a ver a la hermosa
Imogina, ni al espectro que por ella vino.
No
vivió mucho el barón, que desde entonces no quiso habitar más el castillo. Pues
cuentan las crónicas que, por orden sublime, Imogina sufre el dolor de su
crimen y lamenta su destino deplorable.
A
media noche, cuatro veces al año, su espectro, cuando duermen los mortales,
ataviada con su blanco vestido de esposa, aparece en el castillo con el
caballero-esqueleto y grita mientras él la acosa. Mientras, bebiendo en los
cráneos sacados de las tumbas, se ven danzar espectros en torno a ellos. Sangre
es su bebida, y este horrible canto entonan todos: ‘A la salud de Alonso el
Bravo, y su esposa la falsa Imogina.’”
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