LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: Historia de la vida del Buscón, de Francisco de Quevedo, por Ancrugon
Como ya indicamos en su momento en el breve
artículo sobre El Lazarillo de Tormes, (El
volumen de una sombra Nº 4. Primera Temporada. Mayo 2011), la novela picaresca
es un género nacido en España como reacción y crítica a las instituciones
imperiales corrompidas y degeneradas que mal gobernaban un reino desgastado,
pobre, hambriento y cuyo pueblo se desangraba en mantener una hegemonía mundial
de la que se aprovechaban muy pocos y, por extensión, a todos los medios de
propaganda o manifestación, tanto sociales como culturales del llamado
Renacimiento y su posterior eufemístico Siglo de Oro español: libros de
caballerías, novelas sentimentales, novelas pastoriles o las muy celebradas
epopeyas. Una España repleta de harapientos limosneros, de pretenciosos
hidalgos que no tenían qué llevarse a la boca, de religiosos embaucadores que
vivían de la superstición popular, o de marginados conversos más temerosos de
la Santa Inquisición que del castigo divino, y entre todo este populacho,
multitud, turba, caterva, hatajo o manada, se paseaban con los cuellos
estirados por las golillas almidonadas la pandilla de caballeros y burgueses
que dilapidaban el tesoro real.
Y ante los héroes de
tantas batallas y tantas conquistas y tantas glorias que llenarán de celestes
verdades los libros de historia, aparecerá la venganza de los desheredados
creando unos antihéroes listos, ladinos, vividores y mentirosos: los pícaros quienes,
teniendo como escuela la calle y como maestro al hambre, harán de la estafa y
el engaño un arte universal. Unos seres sin honor, ni heredado ni adquirido,
que se burlarán de la moral imperante, pero a quienes su astucia y sus deseos
de vivir lo mejor que puedan les llevará a fabricarse una senda hacia el
futuro, que ya es mucho, aunque sin ninguna esperanza de mejora social, pues en
ellos ya anida el determinismo fatal y el pesimismo que, sin embargo, no les
impedirá reírse de tanta hipocresía como les rodea.
Y un perito de aquellos
tiempos en las lides de la sátira y la ironía era el insuperable don Francisco
de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, Quevedo para los amigos, uno de los
autores más destacados de nuestra literatura, pero que de ascendencia noble y
educación refinada, ya que cursó estudios en la Universidad de Alcalá de
Henares y en, la por entonces capital del reino, Valladolid, dejó muy claro en
su única novela, Historia de la vida del
buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, que
el afán de ascenso social de las clases bajas era imposible, no por un problema
realmente determinista, sino a causa de sus propias acciones y falta natural de
voluntad, considerando una burla la propia pretensión. Con esta historia no
pretendía reprender ni dejar en evidencia nada que atentase contra la moral ni
la ética, sino que su única meta era hacer reír, y la única moraleja que
aparece en toda la obra llega, casi por obligación, al final de la misma: “Nunca mejora su estado quien muda solamente
de lugar y no de vida y costumbres”, con lo que dejaba bien claro que para
él era algo quimérico ese pretendido ascenso en una sociedad estamental para
quien fuera poseedor de una moralidad incorrecta, como si los de su condición
social fueran un dechado de virtudes… Tal vez por eso hizo fracasar una y otra
vez a su protagonista, no solo en cada intento de querer ser un caballero, sino
incluso en hacerse pasar por tal.
El Buscón es por lo tanto una mofa llevada a cabo por un joven bien
posicionado, ya que cuando la escribió tendría algo más de veintitrés años, aunque
fuera editada cuando ya sobrepasaba con creces los cuarenta, sobre los afanes
de rebeldía del populacho, y una parodia del Lazarillo de Tormes, con el que discrepa en el albedrío y en la
visión de la realidad sustancial, por lo que no se esfuerza en ser realista en
sus descripciones, al contrario, como buen escritor del Barroco, todo lo
exagera hasta extremos de la caricatura, creando personajes grotescos y
esperpénticos, recalcando sus defectos físicos y morales para buscar la
hilaridad de los lectores sin compasión, añadiendo además chistes, situaciones
groseras o jugando con el doble sentido de las palabras, eso sí, con un dominio
insuperable del lenguaje, tanto en la construcción sintáctica como en la
abundancia de vocabulario:
Sin embargo, no debemos
confundirnos, pues Quevedo repartía a diestro y siniestro, por lo que nadie
quedaba libre de sus pullas y befas, estando, por encima de todo, los
beatíficos miembros de las instituciones eclesiásticas, hacia las que sentía
una especial predilección, y siguiéndoles aquellos nobles que, por alguna
causa, se le habían cruzado mal en su camino y los burgueses con aspiraciones a
figurar entre los Grandes de la Patria, pero en ningún momento se propuso
atentar contra la fe ni contra lo que representaba el estamento social de la
nobleza, pues mal le hubiera ido de haberlo pretendido:
Ella quedó muerta, y dijo:
- Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios
si fue con malicia. Yo me desdigo; mira si hay camino para que se pueda excusar
el acusarme, que me moriré si me veo en la Inquisición.
- Como vos juréis en una ara consagrada que
no tenéis malicia, yo, asegurado, podré dejar de acusaros; pero será necesario
que estos dos pollos, que comieron llamándoles con el santísimo nombre de los
pontífices, me los deis para que yo los lleve a un familiar que los queme.”
Por todo ello, El Buscón es una obra única, que rebate
y se alimenta, al mismo tiempo, de las tradiciones picarescas, pero que tampoco
rechaza el saber hacer de otros géneros literarios anteriores, siendo elogiada
y desdeñada al mismo tiempo a causa de su estilo ingenioso, su ingenio cáustico
y su humor indecoroso.
Pero, ¿quién era el
Buscón?... El protagonista, Pablos, era hijo de un barbero bastante amigo de lo
ajeno y de una alcahueta a quien se le presuponía indicios de brujería, ambas
virtudes no muy bien vistas en aquellos tiempos. Ante tal perspectiva de
futuro, sus padres deciden ponerlo al servicio de don Alonso Coronel y éste lo
destina como criado de su hijo Diego, más o menos parecidos en edad. Al poco
tiempo, Diego es enviado a Valladolid para estudiar y Pablos le acompaña, como
le correspondía al ser su lacayo, instalándose ambos en casa de un tal Licenciado
Cabra, cuyo oficio era criar hijos de caballeros, aunque, en realidad, más bien
los mataba de hambre… Y así comienzan las aventuras de este joven, en una vida
llena de penalidades de las que ira escapando como pueda, y de situaciones
jocosas que harán las delicias del lector, a pesar de que en este humor haya
cierto regusto de amargura. El buscón
es como un largo viaje, cosa que en realidad así ocurre, iniciático, un viaje
hacia uno mismo para lograr el propio reconocimiento, y que acabará con el
protagonista más allá de estas tierras y mucho más lejos de muchas ilusiones. Pero
no quiero contaros más, pues mi intención es que leáis esta obra que os dejará
un grato recuerdo gracias a su humor y sus aventuras y, para comenzar, pues por
el principio, aquí tenéis el primer capítulo de
Historia de la vida del Buscón
llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños.
Francisco de Quevedo
llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños.
Francisco de Quevedo
Libro primero
Capítulo I
En que cuenta quién es el Buscón
En que cuenta quién es el Buscón
Yo, señora, soy de Segovia. Mi padre se llamó
Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal
como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que
se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y
sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa
para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y
nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era
cristiana vieja, aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres y
sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era descendiente de la gloria.
Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos
enemigos, porque hasta los tres del alma no los tuvo por tales; persona de
valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun
después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de
bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a
navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para el lavatorio,
un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las
faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel.
Sintiólo mucho mi madre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por
estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se
puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo
tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba a la brida en bestia segura y de
buen paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba, etcétera, que no hay más
que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas.
Diéronle doscientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por
encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció
muy bien; divirtióse algo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas
carnes, que le estaba de perlas lo colorado.
Mi madre, pues, ¡no tuvo calamidades! Un día,
alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a
cuantos la trataban. Y decía, no sin sentimiento:
-En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles,
unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y
puestos.
Hubo fama que reedificaba doncellas,
resuscitaba cabellos encubriendo canas, empreñaba piernas con pantorrillas
postizas. Y con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las calvas se
la cubría, porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin vivía
de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de
gustos, otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la
llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes y por mal nombre
alcahueta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de
todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar
mil gracias a Dios.
Hubo grandes diferencias entre mis padres
sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve
pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro.
Decíame mi padre:
-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica
sino liberal.
Y de allí a un rato, habiendo suspirado,
decía de manos:
-Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por
qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos
destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan..., no lo puedo decir sin
lágrimas (lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las que le habían
batanado las costillas). Porque no querrían que donde están hubiese otros
ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En
mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas
veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca
confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso estuve por
pedigüeño en caminos y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar todos
mis negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de
todo me ha sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi
oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido.
-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande
cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárceles con industria y
mantenídoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o
por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me
habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os
saqué por el tejado.
Metílos en paz diciendo que yo quería
aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que
para esto me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía hacer
nada. Parecióles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos.
Mi madre se entró adentro y mi padre fue a rapar a uno (así lo dijo él) no sé
si la barba o la bolsa; lo más ordinario era uno y otro. Yo me quedé solo,
dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien.
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