TEMAS E IDEAS: Esa línea tan delgada, por Ancrugon
“Vivir en un pueblo es
una maravilla…” eso dicen quienes sólo vienen por verano o cuatro fechas
sueltas al cabo del año, pero ¿qué sabrán ellos de las necesidades de un hombre
cuando todo a su alrededor es viejo, caduco, acabado y él está en la plenitud
de su existencia?... Me paso la vida en el monte con mis ovejas y mis vacas, u
ordeñando en el cobertizo, o acarreando la leche hasta la carretera para que la
recoja el camión, o segando hierba… y los domingos, como mucho, al bar de la
gasolinera a ver si hay alguna cara nueva, de mujer, claro, o al Club, que está
ahí, a cuatro pasos, antes de llegar al pueblo grande.
Cierto que, de vez en
cuando, cojo el coche y me arriesgo hasta la ciudad, total, sólo son unos
noventa kilómetros, aproximadamente, por carreteras tortuosas en las que, al
cruzarte milagrosamente con otro coche, uno de los dos debe salirse al monte, o
despeñarse por el terraplén, según preferencias, porque ambos a la vez es
imposible que puedan pasar. Pero esos viajes tampoco me sirven de mucho pues,
la verdad, es que padezco de un grave problema de comunicación que yo achaco a la
falta de costumbre. No sé qué decirles a las mozas y tengo la sensación de ser
un patán y de que todas se ríen de mí, aunque no siempre sea cierto, pero esa
inseguridad me corta y me frena, así que me limito a mirarlas desde la barra
tomando un cubata tras otro… hasta que ya no las distingo muy bien… Y es por
eso que todo el mundo en las discotecas y los pubs me consideran un baboso
mirón, lo que me ha acarreado algún que otro problema con algún novio celoso o
alguna chica demasiado escrupulosa… Así que al final siempre acabo en algún
club de carretera… por no ir siempre al mismo, que ya son como de la familia…
Y es que en el pueblo no
hay mujeres casaderas, bueno, mejor sería decir que no hay casi mujeres, sólo
unas cuantas viejas y tres casadas con los pocos hombres jóvenes que se han
quedado como yo… pero como ellos se fueron a trabajar fuera, tuvieron ocasión
de conocer más y se las trajeron de allí. Sin embargo, yo no ha salido nunca de
aquí. Mi padre siempre me quiso a su lado, fui el último de cinco hijos y, como
todos volaron, a mí me cortó las alas y no me dejó ni estudiar, y eso que el
maestro se cansaba de decirle que yo valía, pero nada, el que no y que no, que
yo no me iba… Y aquí estoy, ahora que los viejos ya han muerto, no sé hacer
otra cosa, así que sólo y, con toda seguridad, para siempre…
Pero cuando llega el
verano el pueblo se multiplica por mucho y cada año viene más gente nueva o vuelven
aquellos que se fueron de jóvenes con sus familias, y es que tarde o temprano,
la tierra tira, te llama... Lo cierto es que este pueblo está en un paraje muy
bonito: montañas, bosques, ríos, senderos… en fin, es ideal para todos, pero especialmente
para quienes tienen ganas de aventuras: naturaleza, aire puro, deporte y
fiesta, sobre todo fiesta. De golpe, hace unos pocos años, comenzaron a abrir
bares y locales con música, los cuales en invierno permanecen cerrados, por
supuesto, ¿quién va a ir?, pero en verano están repletos de toda una multitud
ruidosa y alegre y totalmente inhibida… tanto que, incluso en ocasiones, siento
vergüenza ajena… y es que entre la educación que me dieron y la soledad en la
que vivo, me temo que me he convertido en un amargado repleto de complejos y
prejuicios… a pesar de mis necesidades que, por qué negarlo, también las tengo…
Uno de esos que vuelven
ahora, por el verano, es mi amigo de la infancia. Él y yo nacimos aquí y nos
criamos juntos, pero se fue con dieciséis años ya que su padre encontró trabajo
en la ciudad y no regresaron durante mucho tiempo, de hecho, sus padres no
volvieron jamás. Vendieron todos los animales y los terrenos, menos la finca
vecina a mi masía, donde, un buen día, llegaron un grupo de hombres y
construyeron un bonito chalet. Cuando ya estaba acabado y todo acondicionado, se
presentó mi amigo con su mujer y dos niñas ruidosas y traviesas. Al principio
me alegré de verle de nuevo, pero su trato arisco y su altivez me hicieron ver
que ya no era el mismo y me tocaron bastante las pelotas, ¿para qué vamos a
engañarnos?... a fin de cuentas, todos sabíamos de dónde había salido y no nos
explicábamos a santo de qué venían aquellos humos. Así que cada uno en su casa
y Dios en la de todos. Menos las dos mocosas aquellas, que se metían por todos
los rincones, bien en persona, o bien por sus gritos y risas…
Y es lo que pasa, que en los
veranos, con tanta animación en el pueblo y con tanta mujer con ganas de juerga,
a uno se le abre el apetito, pero, salvo en raras ocasiones, la verdad es que en
esas ocasiones tampoco tengo demasiada suerte, pues a las de mi edad no me
atrevo ni a acercarme, sin contar que la mayoría ya vienen acompañadas, y con
las más jóvenes y accesibles me siento ridículo, pues ni sé poner la voz
estreñida de los cantantes del reguetón ese que tanto les motiva, ni la cara de
zopenco majadero de los jóvenes más lanzados y colocaos, ni voy disfrazado con
esas ropas raras que, según dicen, están sacadas de las prisiones
norteamericanas, ni sé hablar ni entiendo una papa de la jerga que ellos
emplean, y ya no os digo de moverme como si llevase muelles en los pies… Así,
¿cómo voy a acercarme a las mozas?... además, seguro que se burlarían de mí y
me llamarían viejo verde…
Y así íbamos tirando, con
más penas que glorias, hasta que hace tres veranos ocurrió algo que me cambió
la vida… Sí, desde entonces ya nada ha sido igual y mi forma de comportarme
cambió por completo e incluso la gente del pueblo y los veraneantes me miran de
otra manera…
Fue allá por principios
de julio, cuando, como todos los veranos desde que se construyó el chalet, mi
vecino llegó con toda su familia, la cual había crecido con un perro ridículo y
escandaloso, y, mira por donde, se acordó dónde vivía porque me necesitaba para
sacar el jardín adelante, bueno, en realidad hacerlo de la nada, y es que al
hombre, en la ciudad, se le había olvidado hasta cómo plantar un geranio… y ya
no os digo nada de lo más pesado como labrar y todo eso… “Te pagaré”. Me dijo,
¡como si a mí me faltara el dinero! “No, hombre, no hace falta, con que me
invites a una comida” Le respondí, sobre todo porque sabía lo que le fastidiaba
tenerme comiendo en la misma mesa, ¡como si yo oliese mal…!
Y allá que fuimos. Me
llevé el tractor y le labré todo el terreno porque aquello estaba como una roca
de granito de tanto pisotearlo los obreros, y él comenzó a decirme que si aquí
plantaríamos esto y allá aquello y más allá otra cosa, y en eso estábamos,
cuando se presenta su mujer con las dos niñas… ¿Niñas, digo?... ¡Válgame Dios!
¡Cómo habían crecido!... Y sobre todo la mayor, ¡qué preciosidad!... No podía
apartar los ojos de ella y eso que hacía esfuerzos para que nadie se diera
cuenta, no se fueran a molestar y me echasen de allí a patadas… pero era
imposible…
Lo del jardín nos llevó
más de dos semanas, y las chiquillas por allí a todas horas, prácticamente sin
ropa y con todas sus formas de mujeres bien, pero que muy bien, desarrolladas,
y yo loco por la mayor, que se me metió de tal forma en la mollera que no había
manera de sacármela. A todas horas pensaba en ella, cerraba los ojos y la veía,
los abría y también, iba por la calle y si no me la cruzaba, me esperaba hasta
que ocurría… estaba obsesionado. Y al estar juntos, por lo del jardín, tantos
días seguidos, ella me tomo confianza, y allá donde me veía, venía toda
simpática y me abrazaba y me soltaba dos besos… y yo, cuando sentía su cuerpo
joven, hermoso, de firmes carnes, apretado al mío, me ponía como el semental al
que llevo las vacas para cubrirlas… Eso no ayudaba, no, para nada… Así que la
frecuencia de mis visitas a las amigas de la carretera del pueblo grande se
elevó tanto que me convertí en cliente VIP, pero eso tampoco ayudaba… tampoco…
Me volví loco perdido: la
espiaba como un marido celoso, la seguía sin que se diera cuenta fuera donde
fuese y, a la menor ocasión, cuando no me veía, le sacaba fotos con mi móvil,
hasta tener un archivo inmenso sólo de ella… Yo sabía que aquello no estaba
bien, pero no podía remediarlo. Había veces que, si no coincidíamos en uno o
dos días, parecía que se me pasaba, pero de pronto te aparecía tan joven y hermosa,
con su carita tan linda, con… ¡uf!... y todo se me venía abajo y ya no podía resistirlo...
no, no podía… Si la veía tonteando con algún chaval, la ira me consumía y más
de una noche habría cometido algún atropello si no me hubiera detenido con
bastante esfuerzo y muchos chupitos…
En agosto comenzaron, una tras otra, las fiestas de los pueblos y aldeas del valle y, claro, por no perder la costumbre, pues la gente joven tenía que ir de una a otra sin falta… la gente joven y yo, pero ahora, como un idiota, sólo por verla a ella, por controlarla, por poseerla a distancia…
La primera vez que la vi
besuqueándose con un chaval algo demoníaco se apoderó de mí y comencé a
insultarla para mis adentros, a decir que era una puta, que no se merecía todos
los desvelos que yo sufría, que me las pagaría… A la mañana siguiente, sin
embargo, me arrepentí de todo lo que había pensado y me di cuenta que mi
comportamiento rayaba en lo enfermizo y peligroso, así que decidí acabar con aquello,
sin embargo, al llegar la noche era como si estuviese de nuevo poseído y no lo podía
resistir, sobre todo cuando la veía subirse a un coche con destino a otra
fiesta, por lo que yo me aprestaba a llevar a cabo la misma operación y los
seguía… “¡No te pierdes ni una fiesta!”, me decían los jóvenes con zumba y yo,
para disimular, pues les invitaba a algo… así que la historia me resultaba
cara… Y así un día tras otro… un día tras otro…
Los celos me consumían y
no me dejaban pensar con claridad. Me decía que, si cualquier tío de aquellos
podía tenerla, yo también, y con más derechos… ¡Pero, por Dios, si yo tenía los
mismos años que su padre!... ¡Si podtía ser mi hija!... Luego me convencía a mí
mismo de que el amor no tiene edad… pero ¿qué amor?... ¡Sí sólo imaginar que
ella pudiese sentir algo por mí era algo totalmente improbable y ridículo!... Aunque,
por mucho que me esforzase, esa pasión enfermiza me poseía y me movía a su
antojo como una marioneta, así que pasé al acecho de la pieza, como buen
cazador que soy, armándome de paciencia y sabiendo con seguridad que, más tarde
o más temprano, llegaría mi ocasión.
Me había planteado todas
las circunstancias posibles, incluso qué hacer si se resistía, cómo convencerla
de guardase silencio, pero siempre intentando no utilizar la violencia, sin
embargo, tal como estaba, me daba miedo pensar qué ocurriría en caso de ser
rechazado… ¡Dios mío!... ¡Estaba loco!... Y aunque por las mañanas lo desechaba
todo, me decía a mí mismo que me estaba convirtiendo en un monstruo y me
reprochaba tanta debilidad y tanta maldad, pero era verla por las noches, con
sus ropas mínimas para ir de fiesta, con su alegría natural, con su belleza
desbordante y con aquellos tíos que no se la merecían… ¡que no se la
merecían!... mientras yo sufría… sufría… ¡sufría!... y el lobo salía de lo más
tenebroso de mí mismo y me transformaba, hubiese luna llena o no…
Y la ocasión llegó
aquella noche de finales de agosto. Noche de verbena en el pueblo grande donde
concurrían toda la juventud, local y visitante, de todo el valle. Yo me
encontraba bien apostado en la barra del bar donde cenaba cada noche cuando la
vi llegar hablando con su gente, riendo, posiblemente haciendo planes o
contándose las últimas conquistas… Allí estuvieron un rato metiéndose un
chupito tras otro como si fueran tragos de agua, llenando todo el local con el
eco de sus carcajadas, de sus gritos, de sus voces… Luego comenzaron a agruparse
para ir en los diferentes coches, y fueron saliendo sin prisa, como solo pueden
hacerlo aquellos que se saben poseedores del tiempo, más risas, más gritos, más
achuchones y arrumacos… montaron en los vehículos y se largaron… Y yo tras de
ellos, cargado de urgencias, como un policía persiguiendo a los malhechores…
A un kilómetro del pueblo
ya estaban los coches aparcados a ambos lados de la carretera. Aminoré la
marcha y circulé por allí como si buscase donde dejar mi vehículo, pero mi
intención era saber dónde aparcaban. Cuando les tuve bien controlados, me
desvié por un sendero que llevaba a un parquecillo cerca del río y lo dejé
allí. Pero al llegar a la verbena se me cayó el mundo al suelo, literalmente…
daba la sensación de que todo el planeta estaba reunido allí… imaginaos lo que
puede ser eso para un hombre acostumbrado a la paz de las montañas… Y lo que
era peor, ¿cómo iba a dar con ella entre tanta gente?...
Fui de un lado para otro como si hubiera perdido el alma, evitando a los conocidos, inclusive a dos divorciadas que aquella noche hubieran sido presa fácil, y me dejé engullir por el laberinto de cuerpos sudorosos y poseídos por el frenesí del ritmo y la alegría fácil… hasta que la vi… Era una bacanal de movimientos, insinuaciones, roces, abrazos… me estaba poniendo enfermo… la música no cesaba y todo su grupo de chicos y chicas parecía estar bajo la influencia de la lujuria… o por lo menos esa era mi apreciación… aunque yo sólo tenía ojos para ella, para su cuerpo que se retorcía provocativo y sensual… para su rostro sonriente e iluminado… Y allí estaba yo plantado, como el faro del fin del mundo, irradiando mis rayos de lascivia sobre ella y aguantando, sin notarlo, empujones, codazos, pisotones y algún que otro cubata por encima…
Y en eso que se acercaron
tres tíos, más mayores que sus amigos y de bastante peor aspecto, desafiantes,
retadores, de esos que te van perdonando la vida en cada paso, de los que
mienten más que hablan y saben decir lo que ellas quieren escuchar, de esos que
seguramente no serán nunca nada en la vida, pero que gustan tanto a las mujeres
y tanto las enciende… Y por un momento se me pasó la imagen de mi escopeta de
caza que descansaba en el maletero de mi coche, pero sólo fue por un momento…
creo… espero…
De pronto, una canción de
esas con la que todo el mundo parece volverse loco y se montó un buen un
revuelo a mi alrededor, como un huracán o un remolino del río que te traga sin
remedio y, cuando quise darme cuenta, ya la había perdido… Un nudo enorme se
hizo presente en mi garganta amenazando con ahogarme y en mi pecho el corazón
parecía que llamaba para que le abriese la puerta y largarse… Vi a sus amigos y
amigas, pero ella no estaba… ¡ni los otros tres, tampoco!... Miré por las
barras por si habían ido a beber, pero no di con ella por ninguna parte… Me
temí lo peor…
A empellones fui
abriéndome paso hasta salir de la plaza y entonces la divisé… ¡abrazada al
tipo!... y los otros dos riendo detrás… ¡No, no podía ser!... Lo tenía todo tan
bien planeado: dejar que se divirtiera, que se cansara, e invitarla a tomar
algo a última hora… y convencerla de que yo la llevaría a casa… y allí en el
coche, de camino, ella cargadita de alcohol… ¡Lo tenía todo tan bien pensado y
aquellos mierdas me lo iban a estropear!...
Corrí como nunca lo había
hecho hacia el camino del río, donde había aparcado mi coche, pues ellos iban
en esa dirección … Cuando llegué estaba sin resuello, pero tuve que dominarme
porque los oí acercarse…
- Quiero volver… - decía
ella con voz zalamera y casi en un susurro.
- ¡Calla, tonta, ya verás
que bien nos lo vamos a pasar! – le respondía el cabrón con voz afectada.
Yo estaba agazapado, todo
lo que permitía mi corpachón, detrás de mi coche, entre las sombras de los
árboles, y muchas palabras se me perdían por culpa del ruido de la corriente
del río, pero escuché perfectamente como ella decía:
- Pero, ¿estos por qué
vienen?
Y él sólo se reía por
respuesta. Entonces ella pareció darse cuenta…
- Yo me vuelvo a la
verbena… - e intentó marcharse sin poder lograrlo porque el tipejo la retuvo por
la cintura mientras los otros dos se acercaban.
- De eso nada… ¿Te crees
que después de ponernos tan calientes te vas a ir de rositas?... Nosotros lo
compartimos todo, preciosa… – y rieron a carcajadas mientras la rodeaban.
Dentro de mí brotó una
rabia que jamás antes había sentido. Tenía todos mis pelos encrespados como un
gato a punto de saltar… Pensé en sacar la escopeta del maletero y liarme a
tiros con todos, pero hubiera perdido mucho tiempo y habría perdido el factor
sorpresa, así que me limité a coger dos piedras pulidas y de mediano tamaño… Sé
que ella intentó gritar, pero alguien le tapó la boca mientras la conducían
hacia la espesura, y reían, reían, reían... No pude resistirlo más y de un
saltó me planté delante de ellos.
- ¿Qué cojones pasa
aquí?... – se detuvieron sorprendidos. - ¿Estás bien? – pregunté diciendo su
nombre.
- Quiero irme a casa –
respondió ella con voz temblorosa al reconocerme.
- Pues vamos – ofrecí. - Yo
ya me iba...
Ella se liberó de
aquellas ávidas manos y corrió hacia mí, pero, en ese instante, intuí, más que
ver, un movimiento rápido en uno de aquellos tipos y la tenue luz de la luna
hizo brotar un brillo metálico en su mano derecha. Acostumbrado a atizarles
piedras a las ovejas descarriadas, mi puntería, incluso en la oscuridad, fue
infalible y con la primera piedra la navaja no tardó en perderse entre la hojarasca
del suelo acompañada por las maldiciones del fulano que se frotaba con
insistencia el brazo dolorido. Sin dejar de controlarles, nos fuimos acercando
al coche y salimos de allí con toda tranquilidad… Lo que más temen esos niñatos
es que la persona que se les enfrenta dé la sensación de tener la situación
controlada… en el fondo son bastante cobardes.
Ya la tenía donde quería,
pensé… eso era lo que tantas noches había estado deseando y tantas otras
planeando… Al principio ninguno de los dos dijo nada. Yo la miraba de reojo, y
así, asustada, indefensa, me pareció más deseable… pero no tardó en echarse a
llorar de forma desconsolada y yo no sabía qué decir… y ella no paraba de
sollozar e hipar y soltar mucosidades que le hacían brillar todo el labio
superior…
Detuve el coche en la
cuneta y le di un paquete de pañuelos de papel. Ella comenzó a sonarse y a
limpiarse… y allí, con las mejillas manchadas de lágrimas y rímel, con los ojos
enrojecidos, el pelo alborotado y encogida en el asiento… me di cuenta de que
tan sólo era una niña, una niña indefensa y asustada, y sentí mucha pena y
mucha rabia… mucha pena y mucha, mucha, rabia… porque, lo vi con claridad,
aquello no iba de saciar deseos, sino de no pisotear dignidades.
Cuando se tranquilizó un
poco, me miró con cara de desconsuelo y, ¿por qué no?, me pareció que también
de vergüenza, y me susurró un “Gracias” que me partió el corazón. Le sonreí e
intenté calmarla e hice lo que cualquier persona de mi edad hace en esos
momentos:
- Tranquila, no ha pasado
nada… sólo ha sido un susto… Pero tienes que aprender de estas cosas, no debes
irte con el primero que llega, nunca sabes qué intenciones tiene la gente… Por
ejemplo, con una chica tan guapa como tú, hasta yo mismo podría tener
intenciones de propasarme…
Y a ella se le dibujó una
triste sonrisa y me abrazó, cogiéndome por sorpresa, y me soltó dos besos que
me dejaron las mejillas llenas de babas y mocos:
- ¿Tú?... ¡qué va!...
¡con lo bueno que eres!...
Y aquí estamos,
disfrutando de la vida en el pueblo… tranquilidad, naturaleza, paisajes bonitos
y soledad, mucha soledad. Pero los fines de semana, cuando vienen los de la
ciudad, la gente joven se enrolla muy bien conmigo, sobre todo desde que se
enteraron de lo de aquella noche, y las niñas me piden que les lleve a algún
pueblo donde haya fiesta, y yo las llevo y las devuelvo sanas y salvas a sus
casas… Además, siempre hay alguna divorciada con la que entretenerse, aunque
últimamente hay una con la que me entretengo más de lo normal… ya veremos. Y
mis niñas se meten conmigo porque dicen que me estoy enamorando… puede ser…
pero, eso sí, que no me las toquen... si ellas no quieren, claro…
¡Qué delgada es a veces
la línea entre el bien y el mal!
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