LA PENÚLTIMA FILA A LA IZQUIERDA: Si la lengua callara, por Ana Bosch López
10 de junio de 2005
Me senté en la penúltima fila a la izquierda
de aquel patio de butacas desierto por unos instantes más. Olía a pintura
vieja, a humedad y a recuerdos, muchos recuerdos.
De fondo, los Lieder onhe Worthe de Felix Mendelssohn inundaban el ambiente.
Cerré los ojos para escucharlos y no tardé en caer en un estado de paz
emocional difícil de explicar. Mis sentimientos se ordenaban inconscientemente
y mi razón caía aplastante a la lógica de aquellos acordes. Todo parecía
sencillo. Esas pequeñas grandes piezas hacían que lo pareciera. Sentía que
podía pensar casi cualquier cosa sin miedo, que cualquier emoción era válida y
a la vez inexplicable. Resurgieron en mí algunos recuerdos ya olvidados, o
reprimidos, quien sabe. Y entonces la paz se hizo mayor. Me sentí seguro, a
salvo en aquel placentero momento, el mundo parecía haberse detenido por un
momento para permitirme saborear unos instantes y grabarlos en mi memoria para
siempre jamás. Y de repente, lo noté. Noté aquel vuelco del estómago que cambió
el rumbo de mis pensamientos sin dejarme salir el trance donde estaba sumido.
Resurgió en mi un mar de emociones encontradas y de imágenes que parecían
perdidas el algún rincón que nunca me atrevería a explorar.
En mi mente, el mismo lugar, pero en un
ambiente totalmente diferente.
Recordé entrar en aquella sala sin gana
alguna. La abuela Nancy me obligó a acompañarla. Nunca entendí porque se empeñó
de aquella manera en que fuese con ella, en el fondo creo que intuía algo. La abuela siempre ha tenido una intuición
fuera de lo común, y creo que sabía que debía ir a ese concierto.
Entramos por la puerta principal que estaba
abarrotada de gente, aunque no predominaba la juventud y eso que el intérprete
invitado era un joven pianista de apenas 30 años. Así que la abuela Nancy me
llevó por los inmensos pasillos del auditorio pasando por entre la gente recién
salida de la tintorería y nos colocamos en las incómodas sillas del palco
superior.
Teníamos una buena vista, eso sin duda. Desde
allí podía divisar el escenario completo y a muchas de las personas que se
sentaban en el piso de abajo. Me divertí un rato viendo como aquellos
personajes hablaban entre ellos. A nuestro lado se sentaron un grupo de cuatro
personas adultas y comentaban como el arquitecto no había previsto bien la luz
en el escenario y que por ello el director del auditorio había tenido que
procurar unas luces extra que no estaban de acorde con el estilo del edificio
en sí, pero que a la vez emitían una luz que reflejaba algunas cosas que no
llegué a entender. Hablaron también de la orquesta, de si el cellista principal
no era suficientemente bueno como para ocupar el primer atril y que el director
no sabía llevar a la orquesta pero que menos mal que los músicos eran en
general muy profesionales y podían apañárselas solos. Comentaron sobre la
temperatura de la sala y la humedad, pero no recuerdo que tenía eso que ver con
los músicos, o con los instrumentos, algo de descompensación viento-cuerda o
similar.
Uno de ellos abrió el programa de mano y leyó
el currículum del solista invitado en voz alta; pronunció una enorme cantidad
de nombres en un inglés, francés y alemán que me parecieron perfectos. Creo que
eran concursos, conservatorios y profesores con los que había estudiado. Señaló
que el intérprete invitado era demasiado joven para tocar el concierto elegido
con madurez, que no daría la talla de no sé qué gran intérprete en no sé qué concierto
con no sé qué orquesta que era sublime.
Yo escuchaba embobado todo aquello y me
parecía maravilloso como aquellas personas podían saber tanto de todo. Debían
ser arquitectos, electricistas, meteorólogos, filólogos y músicos de toda clase
para hablar con tanta rotundidad de aquellos temas y que pareciese que tenían
la verdad absoluta. Verdaderos hombres del Renacimiento.
Miré a mi abuela, que me estaba observando
sonriente. Tenía y sigue teniendo una de las miradas más enigmáticas que
conozco. Nunca sabes qué piensa, qué esconde, qué muestra o qué siente, por
ello siempre causaba una gran impresión a aquellos que se atrevían a conocerla,
porque cuanto más sabían, más misteriosa se les hacía.
- ¿Qué sabes tú de Brahms?
Por supuesto, la pregunta me dejó
sorprendido.
- No mucho.
Era cierto. Sabía que Johannes Brahms fue un
compositor alemán del siglo XIX, fuertemente influenciado por Beethoven, que
compuso cuatro sinfonías, obras para solista y orquesta, para piano y un gran
puñado de obras de música de cámara y lieder. Conocido también por sus danzas
húngaras, Brahms era considerado uno de los compositores más conservadores
dentro del período Romántico y fue un músico reconocido en vida, lo cual era
todo un logro en aquella época.
Le dije lo que sabía a la abuela Nancy y ella
rio.
- Sí, es así. Brahms es considerado uno de
los compositores más importantes de la historia, y sigue siendo un músico
admirado e interpretado. Muchos concertistas poseen obras de este compositor
dentro de su repertorio, aunque interpretarlas con gusto sea extremadamente
difícil. ¿Y de su vida personal?, ¿te han explicado algo en clase sobre eso?
Lo cierto era que no. O puede que sí, pero
bastante de pasada. Nuestro profesor de historia de la música prefería no
entrar en los morbosos temas de amores no correspondidos, de amantes de alcoba
bajo las atentas miradas de los sirvientes u homosexualidades ocultas. Lo
cierto es que hacía bien, en una clase de una docena de chavales de 18 años
aquello podía ser una bomba.
- ¿No? ¡Pero si eso es lo más importante!
¿Cómo entonces vas a conocer realmente la música de alguien si no sabes lo que
realmente la mueve? ¿De verdad te crees que por estudiar con un profesor o con
otro hará que la música sea mejor o peor, que uno llegue a ser un gran compositor
o uno mediocre? No. El academicismo es importante, sí, pero la música se lleva
dentro. Es el reflejo del espíritu. Es el afloramiento de las pasiones más
ocultas que no pueden expresarse de otra forma porque si lo hicieran, no
seríamos capaces de soportarlo. La música ahonda en uno mismo y saca lo mejor y
lo peor de sí, siempre y claro que uno esté dispuesto a dejarse llevar. Y eso,
Alberto, es lo más importante. Rendirse a ella, de una manera u otra, dejar que
sea ella quien guíe nuestro espíritu y nuestra alma porque sólo así llegaremos
a algo más y no nos quedaremos en un simple humano inerte que llena su cabeza
con tonterías y exquisiteces que no enriquecen a nadie.
Para conocer bien la música de uno hay que
conocer qué le movía a hacer tales cosas. Que provocaban esos sentimientos que
le hacían crear luego aquellas armonías y reflejar la música con la intensidad
que le caracteriza. Conocer la verdadera personalidad del compositor, su
carácter más profundo, el amor, sus pasiones, sobre todo esto último. Las
pasiones son las que hacen que uno se mueva a un lado u otro y cuanto más
verdaderas son, más difícil nos hacen el camino. Se nos clavan como espinas que
muchas veces intentamos sacar de nosotros con rabia y desespero y otras veces
nos aportan un dolor tan placentero que querríamos vivir atrapados en ese
cúmulo de emoción para siempre. Son la fuerza, son la calma, son nuestra
esencia ¿comprendes? Aquello que somos es aquello que amamos, aquello que nos
emociona tanto que no podemos concebir nuestra vida sin ello ¿cómo vamos a
comprender la obra de alguien si no sabemos que fuerzas lo movían a crear tan
grande música?
La miré callado. La abuela Nancy era
demasiado pasional, demasiado entregada a todo para mi gusto. No le gustaba la
pasividad y aportaba cada aliento que salía de lo más profundo de su vientre a
todo lo que hacía. Me parecía exagerado, pero al parecer a mucha gente le
gustaba.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando una
ola de aplausos inundó la sala. Los miembros de la orquesta comenzaron a entrar
ordenadamente. Había de todas clases: altos, delgados, encorvados, tristes,
prepotentes... y cada uno fue ocupando su sitio y poniendo a punto su
instrumento. Miré al chelista principal, ese que no era suficiente bueno para
ocupar su puesto. Era un hombre de unos 40 años, regordete y estirado. Afinaba
las cuerdas con seriedad y elegancia, su rostro era firme y convincente. Hacía
pequeñas muecas de desaprobación cuando no escuchaba algo todo lo afinado que
deseaba. Aun así, no perdía la pose, como sabiendo que en lo alto del palco un
chaval de poco menos de 20 años lo estaba observando.
No me gustaba la orquesta, no era uniforme.
Cada persona era demasiado diferente de los demás, cada uno parecía tener una
actitud diferente; algunos hablaban entre ellos, otros miraban con curiosidad
al público y otros, simplemente estaban demasiado concentrados en ellos mismos
como para ver que había más gente a su alrededor. No parecían tener espíritu de
grupo. Algunas mujeres eran demasiado extravagantes mientras que otras
demasiado sobrias. No reían, ni bromeaban, sólo se veía seriedad en sus
rostros. Sin duda, no me gustaba. Prefería mucho antes ver un equipo de fútbol
donde los jugadores se animan unos a otros antes de entrar, donde las miradas
cómplices transmiten un mensaje al equipo y a todos los que los observan. Eso
es un grupo, esto sólo era un conjunto de hombres y mujeres sentados unos cerca
de otros. El concertino se levantó para afinar y aquí empezaron a escucharse lo
que a mí me parecieron toda clase de sonidos menos la nota de afinar. Miré al
grupo de al lado; algunos de ellos asentían con un gesto de aprobación así que
supuse que estaban afinando bien.
De repente, otra marea de aplausos. Venía el
director. Un hombre alto y desgarbado con una batuta en la mano apareció desde
detrás del escenario. Tenía el pelo revuelto, como acabado de levantar y unas
gafas que parecían del siglo pasado. No entendía por qué no se había molestado
en cuidar un poco su imagen, al fin y al cabo, iba a ser el centro de muchas
miradas, entre ellas, las de la propia orquesta. Saludó de aquellas maneras y
se volvió a la orquesta. Antes de que nos diésemos cuenta, esta había empezado
a sonar.
Era solemne, pero a la vez triste y
melancólico. Por lo que había escuchado la orquesta iba a comenzar con
Beethoven; Egmont o algo así. No la
conocía, pero tuve que admitir que la orquesta ganaba en directo. Yo ya había
escuchado alguna audición de orquesta en el conservatorio, pero la verdad, no
era nada en comparación con esta. Todo aquel conjunto heterogéneo de personas
parecía haberse puesto de acuerdo para semejar una sola. Los que se me figuraban
débiles al principio parecían haber tomado fuerza cuando hacían sonar sus
instrumentos, los estirados intentaban acoplarse al conjunto. Evidentemente,
había algunos que se movían más y hacían muecas con sus caras y esos, supuse
yo, eran los más profesionales. O al menos, me imaginé que sabían más.
Era una obra llamativa y me gustó. Creo que
el director había elegido aquella a propósito, para que la gente no se durmiera
ya al principio.
No era muy larga y el público aplaudió al
finalizar. Pero no mucho, no hubo “bravo” ni nada parecido. Me pareció todo muy
formal y no entendía por qué. Me parecía
que lo habían hecho bien.
El grupo de nuestro lado se puso a hablar
entre los aplausos. Decían cosas como “ha
cogido demasiado tempo”, “el
clarinete tocaba demasiado staccatto” o “los
violines segundos estaban desafinados”. Suspiraban y comparaban la versión
que acababan de escuchar con otras mil de nombres otra vez incomprensibles para
mí. Pensé en preguntarle después a la abuela Nancy alguna de aquellas versiones
que seguro conocía ya que, si ésta me había parecido buena, las de los expertos
me parecerían sublimes.
El director se fue del escenario para volver
acompañado de otro músico. Cuando salieron la gente aplaudió, esta vez un poco
más efusivamente.
Era un chico de unos treinta años, quizás
menos. Era de complexión fuerte y llevaba una camisa que le venía grande así
que me pareció que aparentaba menos estatura de la que de verdad tenía. Era
moreno y llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás, lo cual no pegaba mucho
con esa camisa tan ancha. Tenía una nariz y unos ojos grandes, oscuros y con
unas cejas muy pobladas. Andaba mirando el suelo y tenía la espalda muy
encorvada. Me pareció un chico raro. Se posó al lado del piano, levantó la
cabeza al público y saludó con seriedad. Su cara no expresaba nada, era como si
no estuviese allí o no tuviese ganas de tocar. Daba la sensación de que no le
gustara que la gente lo mirara, aunque él era el protagonista de ese momento.
Luego se sentó al piano, pero con las manos entre las piernas mirando las
teclas.
Otra vez comenzó la orquesta antes de que me
diera cuenta. Esta vez, con más energía aún. Me recordaba un poco a lo anterior,
pero era sin duda algo diferente. Había fuerza y me daba la sensación de aire
en el ambiente, como si una pequeña ventisca se hubiese apoderado de la sala.
Yo mismo comencé a respirar más profundamente sin darme cuenta y al notar el
aire más frío la sensación se hacía más fuerte. Me parecía invierno, en la
naturaleza, con los árboles cubiertos de nieve, sin calor.
De repente la orquesta comenzó a bajar de
volumen, y vi como el pianista subía lentamente las manos, erguía la cabeza
hacia el director y cerraba los ojos. Y comenzó a tocar.
No tocó fuerte, si no al volumen de la
orquesta, delicado, sin perder ese tono frío. Parecía una evocación salida de
la parte más profunda de uno mismo. Por momentos cogía pequeños puntos de
calidez para perderse en el frío, cada vez más intenso y más fuerte que aparentaba
moverse rápidamente por el viento.
El joven pianista mantenía los ojos cerrados
y sólo los abría para alzar la cabeza y mirar al director de vez en cuando. Sus
manos resbalaban por el piano suavemente, sin golpes y podía verse su
respiración acorde con la música y su cara parecía hablar con sus manos,
dirigiéndolas. Su cuerpo acompañaba cada impulso y se movía en círculos largos,
siguiendo las formas de las frases musicales. Cada nota dejaba de perder
importancia para formar parte de algo mucho más grande, de un intenso discurso
que iba más allá de cualquier palabra.
No me dejaba descansar. Cuando me había dado
cuenta, había cambiado de color, había pasado de arrastrar las manos por el
piano a rozarlo sólo de pasada. Sus dedos se movían ligeramente, pero no
parecían hacer esfuerzo alguno. Era tan natural, tan asombrosamente natural...
No era el instrumento quien sonaba; era él
quien hablaba con el público. Me dio la impresión de que se estaba desnudando
ante nosotros, que nos decía “quiero
esto, soy así”, y los demás no podíamos hacer otra cosa más que escucharle.
Jugaba con nosotros. Nos hacía creer que queríamos escuchar algo que luego no
ocurría. Nos llevaba por caminos que nos desconcertaba, pero al final veíamos
la luz y todo el trayecto había tenido sentido.
Se mostraba seguro en el escenario, confiado,
aunque ausente. Parecía no importarle tener un auditorio lleno pendiente de él,
no le presionaba. De hecho, creo que había perdido la noción del tiempo.
Simplemente se dedicaba a sentir y había dejado el pensamiento escondido para
más tarde.
Volví a fijarme en su aspecto. Algo había
cambiado. Ya no me parecía tan raro, si no que ahora lo encontré elegante, sus
gestos, su mirada perdida y la pequeña sonrisa que dibujaba de vez en cuando me
parecieron atractivos. Vi como entre sus cejas poblabas escondía unos ojos
brillantes y llenos de vida, su nariz ya no me parecía tan grande y aquella
camisa le sentaba realmente bien. Por alguna razón, no podía dejar de mirarle,
estaba completamente eclipsado por él y por su mensaje. Entonces, noté un
vuelco en el estómago.
No era posible. ¿Cómo podía estar
observándole tan hipnotizado? ¿Cómo es que mi percepción de aquel chico había
cambiado en tan sólo unos minutos sin ni siquiera, escucharle hablar? ¿Cómo
podía no querer quitarle la mirada de encima, no querer que se acabara nunca
aquel momento para no tener que dejar de verle tocar? Por unos instantes olvidé
los sonidos que envolvían la sala y todos mis sentidos se centraron en él,
asustado.
No... no
era posible... él era... un hombre. Un hombre como yo.
Quise apartar la vista, pero no pude, aunque
a la vez en mí, surgía el más tremendo pavor que nunca había tenido. Por mi
cabeza aparecieron pequeñas ideas que me estremecieron, pero a la vez se me
hacían un tanto placenteras. Eran sólo ideas abstractas, sin forma ni imagen,
pero yo sabía perfectamente qué querían decir. Yo era en mis pensamientos un
hombre hecho y derecho, tenía claro mis gustos y despreciaba a aquellos que no
pensaban como yo, pero en aquel momento alguien había roto de golpe todos mis
esquemas y me estaba confundiendo de una manera que aun hoy no sabría explicar.
Estaba completamente hipnotizado, aquel pianista me había atrapado, me tenía
entre sus manos y no me dejaba salir. Me había envuelto de confusión y había
metido sus largos dedos en mis entrañas para sacar emociones que nunca antes
habían visto la luz. Y a mí me horrorizaba desear que lo hiciese, me
horrorizaba desear su música y me horrorizaba desearle a él...
La gente aplaudió con fuerza cuando terminó.
Muchos se pusieron en pie, excepto el grupo de hombres del Renacimiento y yo.
Era incapaz de moverme, pero seguía mirándole con la misma intensidad. Él se
levantó y saludó al público. Estaba empapado en sudor y ahora sonreía,
satisfecho. Respiraba fuertemente y su pelo se le había revuelto completamente.
Su mirada era ahora intensa y llena de agradecimiento. Desee que me mirara,
pero no lo hizo.
Salió del escenario y entró varias veces.
Finalmente interpretó un bis. Un pieza lenta y romántica. Sublime. Volvió a
saludar, ahora con una amplia sonrisa y salió por la puerta.
Los hombres del Renacimiento comenzaron
entonces a criticarle, pero no quise escucharles. No entendía cómo no había
podido gustarles y no comprendía como no podían haber sentido lo mismo que yo.
La abuela Nancy me cogió del brazo y me sacó
del palco. No decía nada, sólo sonreía dulcemente mientras me miraba de esa
forma como sólo ella sabe. Yo tampoco era capaz de decirle nada, tenía miedo a
que si abría la boca ella pudiese leer mis pensamientos y todo lo que había
pasado por mi mente un rato antes. En la salida, nos encontramos con unos
amigos y ella se puso a hablar con ellos. Yo intenté distraerme mirando los
carteles de los próximos conciertos que anunciaba el auditorio cuando varias
personas rompieron en aplausos. El pianista había salido de su camerino y había
un grupo de escasas personas que estaban esperándole para felicitarle. Un par de
ellas se hicieron fotos con él y el resto le estrecharon la mano fuertemente.
En cambio, la mayoría de la gente que había en la sala le miraba desde la
distancia, le sonreía y seguía con su vida.
- Ha sido un buen trabajo, sin duda. Pero
tristemente, aun no tiene suficiente nombre – oí decir a la abuela Nancy.
Una vez se hubo despedido de sus amigos, la
abuela Nancy y yo volvimos a casa en autobús. Ella seguía mirándome de reojo
mientras yo permanecía callado, cosa que me extrañó ya que yo esperaba que me
abarrotase a preguntas.
Me acompañó hasta la puerta de casa antes de
dirigirse a la suya. Me dio un beso en la mejilla y me miró con cara
interesante unos instantes antes de decir.
- Somos más de lo que creemos, ¿no te parece?
Nuestro lenguaje pone demasiados límites a nuestra alma.
Luego se marchó rápida y silenciosamente.
Esperé a que la abuela Nancy se alejara lo
suficiente como para coger la calle paralela a la mía en lugar de entrar en
casa.
Aun algo confundido, me dirigí directamente a
casa de Paula. Sabía que esa noche sus padres habían salido de excursión a la
montaña hasta el día siguiente. Llevaba intención de que no durmiera sola, de
que ni siquiera durmiera. No tenía ni idea de cómo lo haría, nunca me había
acercado a ella ni a ninguna otra chica de la manera en que pretendía hacerlo,
pero no me importó.
Toqué el timbre de su casa y, sin decirle
nada y con la música de Brahms aun sonando en mi cabeza, la besé tan
fuertemente como pude.
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