Los asesinos del emperador, de Santiago Posteguillo, por Ancrugon



La historia no tiene por qué repetirse, pero ya que el ser humano no progresa adecuadamente, como nos ponían en las notas de primaria cuando suspendíamos alguna asignatura, tenemos la sensación de lo contrario. Da lo mismo la cantidad de experiencias acumuladas, los innumerables tropiezos sufridos, el inmenso tesoro de enseñanzas almacenadas al cabo del tiempo, igual da la diversidad de pensamientos adquiridos o los avances tecnológicos o los descubrimientos conseguidos, nosotros seguimos empecinados en cometer, una y otra vez, los mismos errores y en considerarnos el centro de la creación y, si nos dejan, el Creador mismo.

Así, por ejemplo, de los hechos narrados en Los asesinos del emperador han pasado casi dos mil años, pero todo, con unos simples cambios geográficos, permanece prácticamente igual: los poderosos oprimen y el resto se defiende como puede, para, en cuanto la suerte les sea propicia y si logran mantenerse vivos, pasar ellos mismos a ser opresores… Parece que es ley de vida… Y no es cuestión ni de malos ni de buenos, no, pues ese estatus cambia rápidamente con la posición que se ocupa en cada momento.

Lamentablemente. en demasiadas ocasiones tenemos la sensación, al leer pasajes de la historia de la humanidad, de que estamos repasando una y otra vez la misma serie de atrocidades, barbaridades y estupideces cometidas por una interminable lista de personajes incompetentes, en gran parte, y malignos, en no mucha menos cantidad, cuyos nombres pasarán a la posteridad, mientras que la mayoría anónima o mata o se deja matar en su nombre… Pero no quiero que se malinterpreten mis palabras, pues considero que conocer la historia es esencial, ya que ignorarla sí que sería una apuesta segura para tropezar de nuevo con la misma piedra y, en cambio, si utilizamos parte de nuestro valioso tiempo en repasarla, revisarla, desmenuzarla, además del deleite que nos puede proporcionar su lectura, quizá sirva para mitigar en algo los sucesivos errores que nos esperan en el futuro. Y si además se trata de un libro como el que me propongo comentar, todo un éxito editorial gracias a su vibrante y dinámica narrativa capaz de captar plenamente la atención del lector, a pesar de sus más de mil páginas, no es nada descabellada la pretensión que tenía el viejo Horacio de “enseñar deleitando”.

Los asesinos del emperador es la primera novela de una trilogía sobre el primer emperador hispano de la historia, Trajano, escrita por el filólogo y lingüista valenciano Santiago Posteguillo, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad Jaume I de Castellón, una trilogía cuyos siguientes tomos llevan como título Circo Máximo, y La legión perdida, y que sucede a una anterior sobre Escipión el Africano (Africanus: el hijo del cónsul, Las legiones malditas y La traición de Roma). Pues bien, tanto en las primeras, como en esta novela, se narra parte de la historia del Imperio Romano en su intermitente sucesión de miserias y glorias, mostrándonos a sus actores reales, mezclados con otros de ficción, no como meros personajes históricos conocidos por sus hechos, sino como seres de carne y hueso que sufren, aman, odian, luchan, desean, viven y mueren como cualquier otro mortal. La condición humana se nos muestra con sus partes claras y su otras oscuras, con sus virtudes y sus defectos, desarrollándose el complicado entramado de las interrelaciones de unos individuos que compartieron aquel momento histórico repleto, como todos, de traiciones y honestidades, guerras y concordias, amistades y hostilidades, crueldad y misericordia… Y al mismo tiempo nos describe la forma de vivir de la época y nos muestra el paisaje urbano de la capital del mundo, tal como se puede comprobar en este pasaje de la novela, justo cuando Trajano padre lleva, por primera vez, a Trajano hijo, un muchacho nacido en Itálica (cerca de la Sevilla actual), a la capital del Imperio con la intención de visitar sus bibliotecas:

“Roma era un torbellino de gentes que caminaban de un lugar a otro, de un entretenimiento a otro; de camino, mercados de verduras, carnes, ganados, frutas, tabernas de toda condición; en cada esquina, charlatanes que unos consideraban sabios y llamaban filósofos y a los que otros, a poco que se descuidaran, despreciaban lanzando alguna piedra, eso sí, no con gran puntería. Pero, sobre todo, Roma era gente, gente, una muchedumbre inmensa que parecía poblarlo todo, llenarlo todo, henchirlo todo. Se veían literas de nobles patricias avanzando escoltadas por esclavos fornidos que apartaban al resto para que no molestaran a su ama; por otro lado, había que tener cuidado con las obras constantes que se hacían en todas partes o por no resbalar con los deshechos que algún desaprensivo había arrojado en cualquier parte de la calle. Itálica, a su lado, no era nada bulliciosa: un pequeño pueblo en una remota provincia del más complejo y diverso de los imperios.” (p. 138).

         La narración transcurre desde la infancia de Trajano hasta que llega al trono como emperador, sin embargo, no es él el protagonista principal, sino su antecesor, Domiciano, ya que todo comienza con el complot urdido para el asesinato de éste y luego, a partir del segundo libro, se retrocede en el tiempo (analepsis) hasta los últimos momentos de Nerón y posteriormente continúa la línea temporal hasta el final. La novela se divide en ocho libros y cada uno de ellos en diversos capítulos, desarrollándose en ellos la trama propiamente histórica que discurre paralela a la puramente novelada.

Comenzamos con el despótico y arbitrario Domiciano, siempre atemorizado por las posibles conjuras en su contra y rodeado constantemente de sus muy bien pagados pretorianos quienes, a pesar de todo, no pueden impedir que un grupo de gladiadores lleguen hasta la cámara privada del emperador, gracias a la colaboración de su propia esposa, Domicia Longina, penetrando por la única vía no controlada: las alcantarillas de Roma, como podemos observar en el siguiente pasaje:

“Marcio ascendía por aquel estrecho túnel cubierto de sangre enemiga. El combate en el hipódromo había sido mucho más brutal de lo que había imaginado nunca. Fue rápido, como decían que era la guerra que él no conocía, y los pretorianos luchaban sin exhibirse, buscando simplemente la muerte del adversario de la forma más rápida posible. Ocho muertos. Marcio sacudió la cabeza mientras proseguía su avance. Habían encontrado muchos más pretorianos de los que prometieron. ¿Habría más fallos en aquel disparatado plan? Había perdido ocho hombres; sólo quedaban cuatro. Cuatro gladiadores contra el resto de la guardia imperial. Aquello era una locura mayor de lo que había pensado nunca. Podía detenerse, dar marcha atrás, aprovechar que el hipódromo aún estaría desprotegido y escapar por las alcantarillas, pero el emperador seguiría vivo y todo habría sido una enorme locura para nada.” (p. 120).

Tras el suicidio de Nerón, ocurrido el 11 de junio del 68, último representante de la dinastía Julio-Claudia, se suceden tres emperadores con una vertiginosa rapidez: Galba, quien se mantuvo en el poder hasta el 15 de enero del 69, muriendo asesinado por Otón, el cual se suicidó el 16 de abril del mismo año y fue sucedido por Vitelio justo al día siguiente, siendo asesinado en el foro el 20 de diciembre del mismo año, aunque, mientras tanto, desde  el 1 de julio Vespasiano también había sido proclamado emperador por sus legiones, por lo que durante ese tiempo tuvo lugar una terrible guerra civil, sobre todo en la capital, Roma, la cual fue incendiada por los pretorianos vitelianos quienes, además de asesinar a Sabino, el hermano de Vespasiano, buscaron afanosamente al joven Domiciano por toda la ciudad, sin embargo, éste, disfrazado de sacerdote de Isis, pudo encontrar cobijo en una escuela de gladiadores donde el lanista y sus hombres de dan protección:

“Caminaba cubierto de sangre en las manos, con la navaja asida fuertemente con la derecha. Se oyó un tumulto de gentes y Domiciano se escondió en el umbral de una puerta. Decenas de vitelianos armados cruzaban por una avenida más ancha. Se quedó quieto, conteniendo la respiración, hasta que aquella unidad armada desapareció. Anduvo entonces hacia aquella avenida y vio el teatro Marcelo. Ya sabía dónde estaba: en el Campo de Marte. Lo vitelianos se dirigían a las puertas de la muralla Serviana para entrar en la colina Capitolina. Sin duda su tío volvería a hacerse fuerte allí, como en los enfrentamientos de las últimas semanas. Podría acudir en su ayuda. Era una locura, pero los vitelianos, como aquellos que acababa de matar, tenían tantas dudas que quizá si se presentara como el hijo del que pronto sería nuevo emperador podría detenerlos en su ataque a la colina Capitolina. Sería un gesto honorable, valiente, épico por su parte. Pero era también muy posible que lo volvieran a apresar o que simplemente le mataran.” (p. 224).

         Seguidamente viajamos hasta Judea donde Tito, con su padre ya en el trono ejerciendo de emperador, está empeñado en un largo asedio de Jerusalén, ciudad bien defendida por tres murallas, y allí se describen las sangrientas batallas con torres de asedio, incursiones, cargas de caballería, destrucción y muerte, en las que Trajano padre tiene una destacada intervención. Mientras tanto Domiciano se dedicaba, sin ningún escrúpulo, a perseguir mujeres casadas en Roma, como vemos en este fragmento, justo cuando conoce a Domicia, la que posteriormente sería su esposa:

“Domiciano, como había imaginado, estaba aburrido en grado sumo. Las jóvenes patricias que le miraban con interés eran o bien muy feas o gordas o tan insípidas como aquella salsa que habían empleado para la carne. Decididamente echaba de menos a las meretrices que le habían prometido en el gran prostíbulo, aunque, si la velada terminaba temprano, quizá aún pudiera hacer una escapada y compensar aquella deleznable cena con la compañía de alguna de esas prostitutas griegas de las que tanto le habían hablado. Fue en ese momento cuando hicieron su entrada Lucio Elio Lamia y su esposa y los ojos del hijo menor del emperador capturaron en su retina la hermosa silueta de Domicia.” (p. 291).

         Tras la toma de Jerusalén y el expolio de sus tesoros, éstos fueron empleados en la construcción del anfiteatro Flavio (Coliseo), sin embargo, la creciente popularidad de Tito, y las malas artes de algunos, hacen aparecer las dudas y los recelos en la mente de Vespasiano. Pero el emperador, el fundador de la dinastía Flavia, no tenía motivos para preocuparse. Tito le sucedió el 24 de junio del 79, y aunque su reinado fue bastante breve, sólo dos años, aún tuvo tiempo de enfrentarse a una conspiración organizada por su hermano Domiciano, a quien dejó sin castigo, y a un desastre natural, la erupción del volcán Vesubio y la destrucción de Pompeya:

“La gente se arremolinaba ante las dos aperturas de la puerta de Neptuno de la ciudad de Pompeya, una estrecha para viandantes y otra más grande para los carruajes, pero ambas se mostraban ahora insuficientes para dejar paso a tantos como querían escapar de la ratonera de cenizas y gas en la que se había convertido su amada ciudad. Entre las columnas del foro porticado de la población se vivían escenas similares de confusión y carreras a ciegas bajo la inmensa lluvia de restos volcánicos. Hombres y mujeres, niños, niñas, esclavos y libres, todos se medio arrastraban mirando al suelo empedrado de aquella gran explanada, pero no se veían ya las piedras, sino sólo aquel eterno manto de cenizas. Algunos se habían refugiado en el templo de Júpiter, aún en restauración después del terremoto del año 62, y allí imploraban al gran dios para que detuviera la ira del Vesubio.” (p. 441.).

         Una vez ya en el poder, Domiciano descubre que su mujer, en un intento de vengarse de todos los sufrimientos anteriores con que él le había regalado, le ha sido infiel, primero con su propio hermano Tito y ahora con un actor llamado Paris, el cual sufrirá en sus propias carnes la ira del emperador al mismo tiempo que destierra a Domicia, mientras que él comienza unas relaciones incestuosas con su sobrina Flavia Julia. Pero Domiciano no olvida sus obligaciones como emperador y también viaja con sus legiones hasta el Rin para derrotar a los germanos, mientras Agrícola conquista Britania lo que, en lugar de gloria le acarreará desgracias, pues Domiciano teme que su popularidad crezca demasiado y se convierta en un peligro:

“El emperador caminaba hacia su cámara personal en el interior de la Domus Flavia. Se había pasado toda la mañana ocupándose de Roma y del Imperio; ahora era el momento de ocuparse de sí mismo. Se permitió una sonrisa: habían llegado más buenas noticias de Britania. Agrícola parecía proseguir su avance hacia el norte sin importar cuál fuera la oposición que le presentasen los bárbaros de aquellas lejanas tierras; su popularidad seguía en aumento. La sonrisa se borró del rostro del emperador. Sólo se oían las sandalias del propio César y de los pretorianos que le escoltaban; por lo demás, en la hora sexta, con el sol en lo alto, el silencio era absoluto. Hacía calor. Sí, era el momento de ocuparse de sí mismo. Más adelante se ocuparía de Agrícola y sus conquistas. No era un tema para olvidar, pero todo a su debido momento. Ahora tenía otras cosas entre manos.” (p. 550).

         Pero a pesar de sus hiperbolizadas victorias, las fronteras del Imperio son de todo menos tranquilas y las legiones romanas en el Danubio reciben una enorme derrota a manos del ejército coaligado de dacios, sármatas, bastarnas y roxolanos dirigidos por el rey Decébalo: donde se utilizó la estrategia de los árboles cortados: 

“Y los árboles, sobre todo los más grandes, empezaron a desplomarse sobre los romanos. Estaban aserrados en gran parte en su base, y al ser agitados por las largas cuerdas atadas a sus ramas más altas, se doblaban hasta ceder y partirse por sus heridas abiertas. Las copas de sus ramas caían a plomo sobre unos legionarios que corrían despavoridos en un vano intento de salvarse de una lluvia de troncos y espesura que lo arrasaba todo en su brutal caída.” (p. 619).

         Al poco se sublevan las legiones al mando de Saturnino apoyadas por un enorme ejército de catos que será destruido por el deshielo del río Rin, lo que le dará un pretexto a Domiciano para autoproclamarse dios. Esto le vuelve mucho más desconfiado, brutal, cruel y sanguinario, e incluso no tiene ningún reparo en obligar a abortar a su sobrina, lo que le costará la muerte a la joven, ya que no quiere descendencia que algún día aspire al trono y pueda competir con él. Creyéndose un ser superior, ordena la muerte de todos aquellos que puedan hacerle sombra, como a su propio cónsul Manio, a quien obligó a luchar contra varias fieras en su anfiteatro particular de Alba Longa:

“En la arena, Manio Acilio Glabrión observó cómo el pesado animal caminaba con lentitud bordeando el óvalo de la explanada del anfiteatro. Era obvio que el animal se sentía incómodo y anhelaba el cobijo de la empalizada y el muro que se levantaba tras ella. El público empezó a gritar y eso enervó aún más a la bestia, que empezó a buscar algo o alguien contra lo que arremeter. Los nervios traicionaron a Manio: se movió dando un par de pasos hacia atrás, lo que captó de inmediato la atención del gran oso pardo.” (p. 784).

         Y ya en el libro VIII retomamos el hilo del Libro I con la muerte de Domiciano y el ascenso al más alto puesto del Imperio de Nerva. Sin embargo, los pretorianos intentaron descubrir quiénes habían sido los precursores del magnicidio aprovechándose de la debilidad del nuevo emperador quien, ante estos hechos, tomó una decisión bastante opuesta al pensamiento de los patricios romanos, ya que nunca hubo un emperador originario de las provincias: adoptar como hijo al hispano Trajano y nombrarle César y heredero del Imperio.

         En paralelo al desarrollo de la historia real, a lo largo de toda la novela aparecen un buen número de otros personajes de ficción quienes despliegan otras tramas personales que van dando a conocer diferentes aspectos de la vida y costumbres del mundo romano: batallas, luchas de gladiadores, correrías de niños de la calle, los mercados, las prostitutas… Y sobre todos destaca la figura del mirmillo Marcio, cuya presencia tendrá gran importancia en el transcurso de la narración, desde su niñez junto a su amigo Atilio, hasta su madurez al lado de la guerrera sármata Alana y su fiel molossus Cachorro.

         Los asesinos del emperador es, en conclusión, una novela histórica bastante bien documentada que nos acerca, como una mágica máquina del tiempo, a un periodo del devenir de la humanidad cuyas influencias han pervivido, en muchos aspectos, hasta nuestros días, y una buena historia de ficción que, unida a la parte histórica, consigue, de la mano de su autor Santiago Posteguillo, la máxima que desde la antigüedad se viene buscando: “prodesse et delectare”.




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